Pablo Trapero es uno de los más grandes cineastas actuales
de Argentina, que perteneció al icónico movimiento del llamado nuevo cine
argentino donde El bonaerense (2002) debe ser una de las mejores películas (si no
la mayor lograda) en la idiosincrasia popular de su país, para pasar a ser un
cineasta digamos que mainstream, pero sin perder su originalidad y
personalidad, solo que bajo mayores ambiciones, recepción e
internacionalización. Leonera (2008) y Carancho (2010) fueron sus nuevos avales
de masificación, éxito y alta popularidad, con lo cual algunos no le perdonan
que de alguna forma haya abandonado la austeridad y su cariz de cine indie con
el que debutó, la destacada y referencial en su nación, Mundo Grúa (1999), pero
la realidad es que hasta hoy Trapero sigue fiel a su identidad nacional y
personal, al realismo de la clase pobre y media baja, y a su esencia de cine
social, como se ve en su anterior película Elefante Blanco (2012), sobre la
labor de los llamados curas villeros, dispuestos en zonas de pandillas,
drogadicción, muchachitos perdidos/malogrados, lucha frontal con la policía, y
harto crimen, riesgo e inestabilidad, con protagonistas interpretados por
grandes nombres del séptimo arte, el híper famoso y ubicuo Ricardo Darín, y el
belga Jérémie Renier, junto a la esposa
de Trapero y actriz solvente identificada plenamente con el arte de él, Martina
Gusmán, en el rol tripartito de los que se comprometen con el pueblo hasta
dando la vida en las llamadas villas miseria. Así llegamos a El clan
(2015) donde ha roto varios records de taquilla en su país, y le hizo merecedor
a Trapero del león de plata, el premio de mejor director, en el festival de
cine de Venecia 2015.
Una mezcla clásica y distintiva de El clan es el goce y
buena vida supuestamente convencional aunque privilegiada de una familia arribista,
los Puccio, escenificado en el hijo mayor Alejandro Puccio (un Peter Lanzani que llega a sorprender), talentoso, querido y famoso
jugador de la selección de rugby argentina, con el lado oscuro de esta familia,
liderado por el padre y ex paramilitar de inteligencia Arquímedes Puccio
(Guillermo Francella) que al verse fuera del aparato de la fuerza aérea de la
dictadura de las juntas militares del llamado Proceso de Reorganización
Nacional que duró hasta 1983, estar desempleado, ansioso de dinero y querer mantener
su estatus social cada vez más ascendente en un barrio de clase pudiente bonaerense,
San Isidro, decide hacer secuestros y extorsiones a gente acaudalada y cercana
a él, como amigos de su propio hijo Alejandro, habiendo un notorio contraste entre
la ligereza del placer y el éxito rutilante, con el aparato criminal más ruin,
como dicen todos al estilo del mismo Martin Scorsese, agregando además de forma
similar música festiva e intensa tipo rock americano o dígase punk latino, como
fondo en dicha conjunción, creando un cierto humor negro en el trayecto.
Trapero haciendo gala de llamémosle buen gusto, y mayor
delicadeza y cuidado en sus formas narrativas y expresivas, del tipo de cine a
lo Hollywood que quiere llegar a mayor público con un estándar alto de calidad,
entretenimiento y fácil receptividad, desciende el nivel de sordidez,
corrupción y crueldad que invoca intrínseca e inmediatamente los negocios
oscuros de la familia Puccio, donde encadenan a sus secuestrados, guardándolos suciamente,
los torturan, los hacen escribir cartas dolidas prometiendo mentiras y tratos
falsos, hasta matarlos sin remordimientos, mientras la familia, primero cuatro,
luego cinco hijos de tan distinta edad, tras el retorno de uno, de lo que algunos incluso
yacen en el colegio, saben y viven tras esa realidad que los sustenta, en una
existencia pacifica e indiferente, pensando que el padre lo hace todo por
ellos, hay una justificación y (extraña) nobleza detrás de sus acciones, luego desarmada, a lo que remite esa fosa común donde morirá el inefable Arquímedes Puccio.
En la trama todo el núcleo familiar es cómplice pasiva o
activamente, estando al tanto de la situación, por el ruido de cada operación,
los gritos desesperados, la alta música que disimula, el conocido diámetro de la
casa, teniendo la tarea de semejante encubrimiento conjunto, como el cuidado
que deben darle a los cautivos, véase con la alimentación, pero eso no los
amilana, los fortalece mayormente, aunque hay momentos de consciencia y
deslinde, sin embargo hay mucho más que simple aceptación, hay una velada presión,
un orden jerárquico dictado por convenciones sociales, afectivas y mentales, aunque
todo el asunto sea perverso, en obedecer al patriarca, tal cual dicta esa
relación de subordinación y dominación de Arquímedes hacia Alejandro, como que
el padre le acompaña a todas partes y viceversa, en el existir de un vínculo
macabro demasiado fuerte que llega a la autodestrucción de una posible pequeña leyenda
en el deporte, creando otra putrefacta y poco digna en su lugar, como reflejan
los tantos intentos de suicidio que se producirán en el futuro en un miembro clave
de la familia, que vemos en el final en esos efectos especiales al más puro estilo
de The Avengers (2012) que raya en lo efectista, en muy parecida labor a esos
choques impremeditados constantes de Carancho de lo que mucho parecía juego y
anhelo de impresionar, que, bueno, tiene su gracia, entretenimiento y placer,
aunque aquí no cumpla su objetivo del todo, y luzca semejante a una sorpresa barata,
y no solo eso, hasta paradójicamente produce cierta risa
involuntaria.
Otro puntal bastante interesante de la trama, no obstante breve
digamos, pero eficiente, es ver a la madre irónicamente hogareña (visto lo que
esconde el hogar) respaldar a su marido con el uso de lo emocional, la ternura,
el amor capital, con apenas un gesto o mimo, que trabaja de arma desestabilizadora
de las dudas morales de los hijos, en un quehacer audazmente contradictorio, siendo
parte de lo que se solventa la trama, aunque en el fondo como dice el padre calculador
y pragmático, sea el materialismo y el hedonismo el motor principal, las apariencias,
tras patentar toda la maldad de los fríos crímenes encabezados por su figura
determinante, en manos de un Francella que desde ya se inscribe en la historia
memorable del cine argentino y latinoamericano con una performance dura,
implacable, pero a pesar de todo una versión humana, con lógicos atenuantes y
una empatía imposible, sin embargo observando que Arquímedes también es
cariñoso con su mujer, ayuda con la tarea de la hija, la lleva al colegio y
pide un beso de despedida, riega su jardín y tiene ese aspecto común a
cualquiera que lo hace un ente perturbador, desde una fisonomía avejentada,
cabello cano ralo, barriga, exudando esa ordinariez que uno no suele suponer (aun)
en los monstruos, aunque Trapero en un momento recurre a la descripción típica,
la más fácil y directa cuando el padre saca en cara la situación en la celda.
Francella supera notablemente su identificación de cómico con
el pasar del metraje, se torna harto creíble
tras una inicial desconfianza, aun teniendo un rostro que luce mayormente afable,
haciendo que cualquier prejuicio, tara o rezago no impida nacerle un talento serio
y dramático consumado, cosa que no es tan fácil ni común, inclusive llega a
mostrarse intimidante, sin ser necesariamente físico, genera más bien una psicología
sobre su vástago, siendo ladino, ganándoselo, convenciéndolo, y ya lo dice todo
en la trama esa foto padre-hijo juntos para alguna revista de rugby, por lo que
es tan despreciable en la manipulación, más que descubriendo abiertamente su
egocentrismo y sus pocas miras a no salvar de la cárcel a su familia.
El filme conjuga lo lineal con ráfagas de la futura intervención policial
que da con la captura de los Puccio, generando una distinción algo molesta pero
aceptable, que genera por su parte contrario a lo que se pudiera pensar ritmo, adrenalina,
intensidad, y un aire a suciedad de excepción en el conjunto, visualizando la
tensión reinante y la expectación de los derroteros digamos que obvios de una
historia tan cautivante, una que se enmarca y adquiere los atributos de la violencia
y podredumbre de la dictadura militar y una época trágica en la vida de la
Argentina, habiendo un parentesco palpable pero tampoco no dilatado sino
puntual entre el micro-mundo de Arquímedes y el absolutismo criminal del poder
del gobierno de entonces, observando que la propuesta arranca con una muestra documental
de la transición, y la comisión de la verdad encabezada por el escritor Ernesto Sábato, bajo
el recién elegido gobierno democrático de Raúl Alfonsín, teniendo presente que
el marco contextual del filme es de mediados de 1982 hasta 1985. Cumpliendo con
el anhelo de realismo social, hasta político, y de identidad nacional que
profesa el séptimo arte de Trapero, dentro de una gran capacidad de narrador y noción del entretenimiento.