martes, 24 de septiembre de 2013

Criss cross

Uno de los grandes maestros del cine noir, Robert Siodmak, un nombre importante del cine clásico americano, en una de sus mejores películas que recuerda mucho a The Killers (1946). En su argumento es todo lo que hace un hombre por amor, hasta convertirse en criminal y arriesgar su vida frente a unos temibles delincuentes.

Steve Thompson (Burt Lancaster) vuelve a su ciudad tras haberse alejado por un mal de amor, pero no puede evitar reincidir en ese motivo de locura pasional que lo embrutece y lo lleva a solo subsistir en dicha fijación, ir a buscar a la mujer de su vida, Anna (Yvonne De Carlo), de donde empiezan sus problemas. Mucho peor estando casada con Slim Dundee (Dan Duryea), un tipo acomodado que ejerce una pequeña mafia. Sin embargo, nada detiene a alguien cuando desea algo demasiado, y Anna es ese objeto cegador, con quien aún mantiene un vínculo afectivo, fue su esposa, y como se suele decir donde hubo fuego, todo puede encenderse nuevamente.

Una historia bien tratada, con esa aura típica del cine clásico, delicado, que guarda parte de sus mejores momentos en la potencia de sus encuentros amorosos o en esa pugna, en la interrelación entre los que quieren ser amantes y más, en un fluido despliegue de emociones, en el forcejeo entre evitar ver lo que te separa del ser amado casi idolatrado, el carácter, la ambición, ser de otro, y dejarse llevar por lo que dicta el corazón y la aventura, manteniéndose los defectos ocultos bajo la simpatía, la de sus protagonistas. Y del otro lado, lo que anuncia el género, un atraco a un camión blindado lleno de dinero, una obra de la que se dice que nunca nadie ha tenido éxito, siendo todos los que lo intentan arrestados y condenados a la pena capital, para el que se cuece un plan colectivo con la salvedad de un infiltrado, único medio de lograrlo, y que alberga muchas falsedades y trampas, bajo un cruce de anhelos y enemistades.

Dos ideas expuestas ligeramente sobresalen del conjunto, la perfección de los pequeños acontecimientos “curiosos” que llevan a que algo llegue a suceder y lo complicado que es anticipar lo que piensa cada persona, lo impredecible que cualquiera puede ser. Dos elementos que rigen el filme.

Steve es nuestro guía y héroe pero por supuesto no lo sabe todo, no llega a ser tan plano, nos cuenta en un flashback y una parte con su voz en off como llegó a inmiscuirse en un crimen, siendo un tipo naturalmente correcto y anodino (quizá por eso sea tan proclive a dejarse llevar), no obstante guapo y agradable, un sujeto de pocas aspiraciones, humilde, alguien que parece ser una buena persona, un tipo común pero que genera empatía; propiciando acciones dentro de la espontaneidad y el libre albedrio, pero que parece moverse dentro de un destino incomprensible, aunque tiene un imán pasivo que lo jala, el que va más allá elípticamente del atractivo y la sexualidad, sin esmerar la figura de sus virtudes, es bella y sensual sin más como una modelo. Lo mejor del filme son sus dos protagonistas, la pareja idílica (en un arquetipo de la fantasía, y que en el registro del cine negro tantas quebraduras de cabeza produce), su conformación y su relación.

Siodmak utiliza la sorpresa con habilidad, en lo posible porque se apega a reglas cinematográficas conocidas. Hay varios ratos de proclamada tensión pero es cuando se perpetra el robo y en adelante lo que más nos inquieta, aunque predomina cierta sobriedad, propia de su clasicismo; suficiente para mantenernos atentos, amoldarnos al pasado, propiciando el entretenimiento en una historia romántica que se articula en un contexto de acción, para lo que Lancaster con su porte atlético se presta muy bien al asunto, es el actor idóneo, aunando su capacidad actoral para trasmitir sentimientos (básicos dada su relevancia en el relato, pero sin romper su sencillez argumental), en estados de expresión marcados, exuberantes, que son siempre tan vistosos -y que yacen en sentido de cuerpo- en este tipo de séptimo arte, todos con un toque teatral, muy dramáticos y tendiendo a ser un poco exagerados, para generar los momentos cómplices o estelares que hacen suspirar al espectador, es su fuerte ya que el resto suele ser de una inocencia menos convincente, moviéndonos en sus vaivenes y reiteraciones, facilitados por figuras fáciles de identificar en general pero en donde sus superficies brillan mucho y no me refiero a la belleza; a lo que suma la interacción del principal con los secundarios con diálogos audaces que fingen de casuales en medio de un toque de comedia sutil, con la mujer que no falta independiente en la barra y el barman, una dupla que pone el toque pintoresco a la película, y que como suele ser se hacen querer con poca participación, no solo entre ellos sino en nosotros, lo mismo con la banda variopinta de atracadores, muy superiores en simpatía aun en su cotidianidad a una película como Ocean's Eleven (2001). No te lo crees todo pero igual te metes en el juego de ingenuidad y relajo en cuanto a exigencias de credibilidad, lo aceptas como parte de la época.

Tiene a una Yvonne De Carlo muy guapa, como una cierta réplica de Ava Gardner, pero bastante menos glorificada; no obstante, se ve delicada sin ser débil, sensual, seductora, elegante y a su vez muy normal, con toda esa gracia y magia resumida en el baile antes de reencontrarse con Steve, a través de un plausible esfuerzo artístico general, con la particularidad de yacer muy bella hasta en pantalones anchos de tela, aunque tenga algún instante de sobreactuación (y caer en la verborrea explicando mucho por medio de ella), lo menos a su mayoría ejemplar. Y unos ojos llamativos e hipnotizadores, una mirada que se clava en el alma, como en el relato.

Nos creo por completo que sea motivo de volver a alguien loco, leitmotiv y esencia del filme, a un tipo que puede tener a la mujer que quiera, pero que como dice nuestro confesante narrador es como no dejar de verla en cada rostro femenino, dentro de la melancólica poética del crimen; un noir en toda regla y época, 1949; uno notable.

domingo, 22 de septiembre de 2013

Post tenebras lux

En el Festival de cine de Cannes del año 2012 se le otorgó el premio de mejor director al mexicano Carlos Reygadas, engrosando la polémica, al darle un veredicto de respaldo, aunque aun no zanjando el asunto de si es una buena película o todo lo contrario (eso lo decidirá el tiempo, aunque ya tiene una partida ganada), habiendo tenido antes abucheos en la sala, de donde los críticos y la prensa presente la catalogaron de despropósito, hasta el día del anuncio en que se llevó el galardón y quedó una fuerte polarización (que más tarde ha apuntado más hacia el desconcierto, y por ende, a privilegiar el demérito).

El autor era avalado únicamente por el jurado, encabezado por Nanni Moretti, que sea dicho de paso, no hay que olvidar, aporta una importante postura. El del jurado es un alegato de la independencia de los eventos, que muy a menudo no concuerdan con las expectativas y los cálculos también subjetivos de las mayorías asistentes (el contrapunto), y se suele presentar el resultado como una eterna sorpresa (un alegato de identidad), pero de eso se trata, un festival busca la innovación y el atrevimiento (justificado), o esa perseguida originalidad y sustancia, dentro del concepto de lo que debe anhelar el arte y eso gira en base a la novedad, creatividad, sentido y calidad de la propuesta.  

Donde me posiciono es más con el jurado, que aunque por costumbre muchos tienden a desmerecerlos olvidan que son simplemente una perspectiva, a la que uno a la distancia siempre accede por curiosidad, y luego juzga con individualidad. Y es que Post Tenebras lux no es tan críptica como muchos creen, aunque brille la dificultad en algunas secuencias.

El sauna y la orgía salen del contexto familiar normal de su trama, pero se puede leer como la simbolización de los “sacrificios” de indecencia que muchos hacen en pos de alguna ventaja o facilidad, parecen alegar a la inserción de la clase social, la privilegiada, que nos recuerda en parte a la crítica de Pier Paolo Pasolini en su mítica película Saló o los 120 días de Sodoma (1975), pero sin la mordacidad o el exceso del cineasta italiano.

El desenfoque y repetición del lente de los bordes en la estética del filme hace hincapié constante a una especie de ambientación onírica, entre la pesadilla y lo diáfano, siempre ambiguo e indefinible maniqueamente, mezclada y conviviente. Y puede ser un antes de (un lugar de pecado, de falla), o una predisposición, como una demonización de un mundo (sumergido en otro), viéndolo como extraño o exógeno a la geografía o particular, como una prueba en la experiencia, una marca y un calvario.

No sabemos a quién pertenece realmente esa visión que se intercomunica entre realidad y fantasía, habiendo distintas aristas en juego, la generalización de la sociedad del privilegio, Juan y Natalia en la historia, o el pueblo en un fuera de campo. Un halo de inocencia y de naturaleza se sumerge en la pantalla con ese rato tan intenso y tan provocador, tan desestabilizador por antonomasia, en donde Reygadas suele yacer, lo sexual como degradación, pero como elemento de una alienación normalizada, un escape en las tinieblas, que más tarde anida la luz del título, un quiebre, una decisión, un fénix que desciende hasta sus cenizas y luego renace, donde el caos, la anarquía, tienen cabida aun con apariencia de ser lo contrario.

Están las dos ambientaciones del cine de Reygadas, la promiscuidad y la violencia (que puede ser pasiva), más palpable en Batalla en el cielo (2005); o el partir del orden, que luego un hombre corrompe y se crea la notoria disyuntiva de seguir –sea para algo bueno o reprochable- o cambiar, como con la pareja en Luz silenciosa (2007); o en Batalla en el cielo el comportamiento que también tiene de esclavitud. Ambos están en mayor o menor medida en toda su obra. Tiene matices más luminosos que otros.

La historia es la reiteración de caer en las garras de ese demonio que entra a hacer su trabajo en nuestra humanidad, mientras parecemos dormidos, no nos percatamos. Luego vienen los arrepentimientos al tomar consciencia (lo que nos falta), como esa decapitación tan grandilocuente y artística, tan atractiva en su efecto visual, muy acorde con la culpa que se ve en los árboles cayendo, un recordatorio de nuestras acciones, la destrucción de un territorio, léase como muchos creen ver, la idiosincrasia con México y el narcotráfico, pero también de un lugar más espiritual y universal, hacernos daño a nosotros mismos; y ese hombre que de forma impresionante se suicida es un cúmulo de maldades por razones equivocadas, que brilla en la torpeza y las malas decisiones, la hipocresía, no creer en el discurso sanador, y la necesidad resuelta con lo fácil, lo delincuencial, robar al patrón destruyendo todo alrededor, incluyendo a su propia familia; siempre estar al tanto del dinero sucio sin importarle las consecuencias porque las siente deslindadas de su persona.

El filme después es una clara historia de contextualización al campo de gente acomodada, en donde se ven conflictos, pero también adaptación y tranquila convivencia. Existe cotidianidad compartida y ya cierto conocimiento mutuo aun habiendo algunas distancias, engaños –el peón que falta y dice tener urgencia con su madre- y maltratos –como a los perros que parecen transportarse al entorno-. Son parte de la complejidad de los seres humanos, tanto criticable en la ignorancia, la proclividad a la criminalidad ante la carencia, o a otro lado el engreimiento y la banalidad de la riqueza. Y hay parecidos en ambos niveles sociales, que aunque es la sociedad mexicana cualquiera puede verse reflejado, la inestabilidad afectiva –y la trascendencia de la familia- o el caer en los placeres y la autodestrucción.

El desenlace en el juego de rugby parece simplemente ser una elección en parte superflua ante lo introducido como parte de la amplitud de habitantes y contextos del espacio retratado, en un obra con reminiscencias a Carl Theodor Dreyer y Terrence Malick, que puede interpretarse como una alegoría de la lucha interna del hombre por lo correcto o lo perjudicable, entre ganar o perder esa partida. Lo de El Siete y su repercusión es un cierre de vitalidad, de renovación, ante lo anterior que ya está presentado y finiquitado.  

El título implica que siempre la oscuridad albergará un nuevo rayo de luz, una nueva oportunidad, que como se entiende en lo visto puede pasar a otros, aunque la vista del presente conjunto sea tan pesimista en su trama, como Juan (Adolfo Jiménez Castro) que lentamente acrecienta sus conflictos, se niega a descubrirlos, los dispersa en su familia, no cura la insatisfacción de Natalia (Nathalia Acevedo), se maneja con un doble discurso, quiere y no hace nada en realidad, sufre una tragedia, degenera en una enfermedad, en cierta tristeza, y luego es solo otra historia más que contar.

Reygadas le pone a su cine un aura lírica y sensorial, alucinógena, como con esa niña caminando, corriendo, libre, extrañada o sonriente en el lodo tras sus monosílabos sobre las vacas y los perros que ladran en medio de una tormenta y la noche que lo llega a cubrir todo, y en ello superpuesta por la cámara una inminente presencia. 

miércoles, 18 de septiembre de 2013

The brown bunny

Quizás debería abocarme más a hablar de Buffalo 66 (1998), una película que cuenta con cierto respaldo y entusiasmo general, que aunque imperfecta tiene sus buenas notorias virtudes, que tiene en sus filas a tres grandes estrellas del cine venidas a menos o de culto como son Mickey Rourke, Rosanna Arquette y Jan-Michael Vincent, una película que tiene como centro y contagio de frustraciones a dos monstruos de la interpretación, cada uno a su modo, Ben Gazzara, que yacía tanto en cintas pequeñas como en populares, y Anjelica Huston, figura muy fácil de reconocer en la gran pantalla y que en cada performance deja su huella y se marca en nuestra memoria aun siendo secundaria; y que tiene a la adorable y todoterreno Christina Ricci como objeto de transformación y animo existencial, en una chica muy de nuestros tiempos, y sensual en su normalidad, aparte de sensible; y al irreverente gen independiente de Vincent Gallo (ganador merecido de la copa Volpi a mejor actor por Essential Killing, 2010) actuando, dirigiendo, brindando la historia y colaborando con el guion, quien es mejor de lo que solemos creer y escuchar de él, un outsider legítimo que yace en cierta oscuridad.

Buffalo 66 es un filme independiente en toda fuerza y realidad, como no se suele ver (destacando, que sería la parte más complicada) tan a menudo hoy en día, salvo apreciarlo predominantemente desde la inversión y gestión comercial inferior al estándar de Hollywood, uno que avala su libertad, porque es en toda verdad en donde se mueve, presentando un final que versa sobre la lógica, más que la rigidez de una ubicación ideológica, pero sin llegar a tergiversar toda “norma” de identidad y de fundamentos, y ahí brilla la antipatía en los continuos gritos y exabruptos de un hombre recién salido de prisión, por un desmán mayúsculo que lo encerró y lo revela de un vacío y baja autoestima atroz que lo lleva a saltar de la torpeza duramente castigada a temas más delicados como el asesinato, sin más voluntad que deslumbrar a sus padres, la carga eterna de su existencia, siendo un tipo que no tiene nada en la vida, ni siquiera respeto propio quedándole solo la proclividad a la violencia, pero que con un motivo tras una convivencia que nace de un secuestro hará de esa locura de interrelación, criticable en su ligereza estructural, una pasión para vencer su soledad, su dificultad de pertenencia a algo que lo eleve y el dominio de sus emociones y la apertura del elusivo optimismo. Mientras, la forma es lo que la hace tan indie y su canto el de una rebeldía en busca de paz.

Sin embargo, he escogido darle predominio a The brown bunny (2003), otra obra del multifacético Vincent Gallo, tras una introducción con una película ciertamente muchísimo más recomendable. Y es que el filme en cuestión fue abucheado en el Festival de Cine de Cannes 2003, y aunque esto no es un juicio inamovible, se han equivocado otras veces, como con Taxi Driver (1976), no hay muchos valientes que quieran salvarla de la hoguera; el peso del dedo gordo apuntando inclemente hacia abajo es digamos que unánime, aunque hay un intrépido fipresci ganado en sus espaldas, aunque a mucha crítica le arrebatan las rarezas y los filmes vapuleados por la mayoría.

La propuesta que tenemos entre manos la escojo para entenderla más que defenderla, aunque dándole oportunidad, o porque provoca hablar de una cinta que genera mucha atención por su osada famosa escena sexual, y que además, no suele ser tan sencilla de encontrar, ya que casi es indefendible en realidad, si bien hay muchos cinéfilos capaces de sustentar y articular defensas dignas de los mejores abogados de criminales, y no faltan avezados elucubradores de los rescates más audaces, ya que a toda prueba la subjetividad puede abrigar a cualquier película por más mala o buena que creamos que sea, y se mueve en toda impunidad, aunque finalmente uno contra el mundo queda más como una acción de honradez para con uno mismo, que a pesar de ser incontables veces inútil sigue siendo bastante respetable, si no caemos en el juego vano del capricho, de porque nos da la gana. 

The brown bunny es una cinta muy sencilla, que guarda cierto misterio que se devela al final, el de qué se trata la película, porque durante gran parte de ella uno siente como que no tiene un sentido mayor, algo importante entre manos. Bud Clay (Vincent Gallo) es un piloto profesional de motos de carrera que tras un viaje por carretera se topa con mujeres por las que se siente atraído, las atrae y luego las rechaza, huye de ellas, y ese es casi todo el metraje. El filme va de la oscuridad de la noche tras un buen tramo de camino a pasear por las calles asediando mujeres anónimas o de las que sus nombres son secundarios para su trama (el amor por sobre la impersonalidad de la aventura), pero que invocan alguna historia como Lilly y su necesidad de consuelo, o Rose y la prostitución más austera aun siendo muy joven y guapa, mientras visita la casa de una novia y maneja o lleva a revisar su moto. En sí, todo parece tan plano que no parece tener nada valioso. Pero es cuando termina, que armas sus pequeñas piezas, que entiendes.

Aparte, la polémica está servida con una felación en toda regla, a vista de toda la cámara y el espectador, aunque no es supuestamente ninguna película pornográfica. Salvo por la lascivia queda uno en estado de shock ante semejante ocurrencia, por medio de una bella rubia y actriz con una carrera medianamente conocida y hasta no tan despreciable con títulos muy renombrados en su filmografía, Chloe Sevigny, que ha trabajado con David Fincher, Olivier Assayas, Lars von Trier, Woody Allen y Jim Jarmusch, y se le puede ver en Lovelace (2013).

Se capta que aunque puede ser grotesca una imagen de sexo oral explicito que quiere invocar el verdadero amor y el romance con ello, nos remite a una cotidianidad y un realismo al parecer anhelado, pero que hace muy básico aunque claro el relato, una construcción cinematográfica que no trasciende como quiere en cuanto a emotividad aun siendo tan flagrante, o quizá por ello. En éste se trata de la intensidad de la pasión y del afecto más comprometido, pero desde un reduccionismo salvaje, como avalan diálogos ordinarios, típicos de la calentura de las cintas triple X, y no es lo más idóneo, desde luego, aparte de confundirnos con su libertad estructural en todo el metraje hasta ese punto culmen, excesivo y bastante innecesario, por desubicado en cuanto a pretensiones artísticas, asumido desde una fantasía y encuentro que expone las culpas y los reproches que hacen hincapié en lo sexual que está puesto a prueba, en donde yace una barrera en la memoria del ideal del sentimiento poderoso y que representa el vínculo con una sencillez argumental alejada de la sugerencia profunda propia de lo indie.

La realización justifica todo su andar pero se hace muy poco, siendo en sí pobre. La melancolía, el abandono y la promiscuidad se fusionan en una unidad final (con una revelación que en su estilo de exposición roza kindergarten, fuera de la grandilocuencia de lo sexual). La carretera y sus encuentros son un reflejo de lo emocional. El vacío y la soledad del recorrido lo haya al protagonista como perdido en un ensueño donde solo su trabajo con las carreras de moto lo anclan al mundo tal cual, y más es como un estado de cavilación íntimo, un peso eterno.

Más allá de una gran polémica hacia su supuesta creatividad, y absoluto rechazo, su intención queda sometida a una forma demasiado primitiva, aunque la expresión visual tenga fidelidad con el deseo artístico, trunco en cuanto a sus elementos, una idea que seguramente en el papel y en el magma pudo sonar bastante cautivante, pero que debió poner mayor sutileza en sus recursos, lo cual es una crítica notoria, y va con todo el conjunto, de una inocencia que nos lleva a la insipidez, por más fuertes y adultos que seamos en el trayecto (o irreverentes). Sin duda, un ataque de genialidad que no ha llegado a buen recaudo. Pero se agradece la honestidad a fin de cuentas, el intento fallido. Finalmente, es un filme que tiene un algo y no bromeo, ni me obnubilo -no tanto, siendo sincero- con una Sevigny arrastrada por el éxtasis de su gesto y acción, al extremo de enarcar las cejas por algo que parece tragar -¿profesionalismo?, la piedra está tirada, no siempre lo es- debajo de tanta torpeza y diafanidad amateur. 

domingo, 15 de septiembre de 2013

Mud


Competidora de la palma de oro en Cannes 2012, la tercera película del norteamericano Jeff Nichols resulta más ambiciosa que sus antecesoras, quiere más atención y no solo por las estrellas de Hollywood, desde su ópera prima, Shotgun stories (2007), pasando por Take shelter (2011), su mejor película, hasta la de hoy. Tiene un estilo marcado en todas ellas, coloca al sur de su país como contexto, la parte más natural y autóctona de Estados Unidos, para explayar sus historias de gente rural, de pequeños pueblos del interior, con los tipos supuestamente más salvajes, pero humanizados y universalizados sin quitarles propiedad. Ahí está su magma.

Siempre bajo la lucha de conflictos internos, muy humanos. En Shotgun stories el sentido de pertenencia familiar, el desazón y unidad a esa orilla y el resentimiento que hará que una franca y ajusticiadora pero inoportuna declaración de pensamiento se convierta en una lucha entre dos bandos familiares que tienen en común el mismo padre aunque a través de distinta perspectiva y recuerdo, la polarización odio/afecto hacia éste, que se mueve mediante meandros intensos y audaces, y canales/formaciones auxiliares y complementarias muy bien fabricadas, donde brillan pequeñas biografías, anhelos y preocupaciones, que anidan una visión más profunda del conjunto, sin perder su sencillez formal, porque éste cine es bastante accesible, entretenido, sin perder la voluntad de ponerle su cuota de realismo y sus ratos inesperados. Mientras, en Take shelter el conflicto deviene en un estado latente de ambigüedad entre ser un profeta o estar loco, con la inestabilidad y ansiedad que provee el protagonista a su familia y a sí mismo ante esto y por querer cuidar de ellos, una dualidad en donde escoger siempre trae consecuencias en cuanto al concepto del otro extremo siendo complejo detectar lo correcto. Esto es por culpa de unas visiones inexplicables apocalípticas, en donde la lucha ya no es contra otros sino con nosotros mismos y en donde ésta vez nos rige o trata de dominarnos el miedo, tomando en cuenta que la anterior propuesta también abocaba algo que curar íntimamente aunque siendo más cotidiano, solo que a la antigua, como en un discreto western moderno. Hay parecido entre las dos primeras películas de Nichols, aunque como un prisma con la refracción de la luz.

Take shelter está dosificada con buen pulso y atractivo, generando la continua disyuntiva, desnudándose a último minuto, un descubrimiento final corrompido, pero que de ningún modo empaña la gran historia entre manos que nos ha brindado, porque la duda es implacable, y es el eje que alimenta nuestra atención aunque llegue a formar una posición, gratificándonos más que satisfactoriamente con mucha inteligencia. Magnífica película, aun mejor que la anterior y no es poca cosa aunque ambas ejercen cierto minimalismo o centralización explotando su argumento pequeño pero poderoso, muy bien derivado en distintas acciones sobre un origen muy bien fijo. Shotgun stories es una pequeña historia donde el miedo no asoma sino fluye la revancha y el contraataque que pone en tensión la siempre presente historia de escopetas, como rige el título, idóneo. Es la proclividad a alguna matanza, que como buen séptimo arte de autor se rige a manejar la sorpresa sin perder su hegemonía total, aun siendo algo muy norteamericano, incluso en el tipo de cine, que aúna lo independiente con su vocación de como decía Hitchcock llenar la sala de exhibición. Claramente, es un director que merece más público y mayores reconocimientos, que denota querer lograr el éxito masivo con buenas narrativas cinematográficas.  

En Mud la aventura se coloca en el homónimo protagonista, interpretado por Matthew McConaughey, que se esconde en una isla no lejos de una comunidad pesquera del sur americano tras el asesinato de una abusiva pareja del amor de su vida, y que es ayudado por dos niños para tratar de escapar en una lancha de motor que abandonada yace en un árbol, junto a su amada, Juniper. Ella es una avispada mujer florero, que sea dicho me ha sorprendido lo bien que le va a Reese Witherspoon, siendo no una elaboración del ecran más artificial como en la comedia que la sobredimensionaba a propósito, Legalmente rubia (2001), sino que es realmente sensual y guapa (y se dice mucho aquí también, pero esta vez es contundente), asunto que no me lo parecía hasta la presente, y quizá se deba a que no suelo ser muy entusiasta de sus actuaciones, y ahora con pocos diálogos y a flor de ser una chica superficial, muy pedestre –un estereotipo realista, bien manejado- se me hace muy apetecible y admirable, aun siendo un papel muy pequeño, pero bastante expresivo en su sencillez.

Mud hace gala de otro rasgo de nuestra humanidad en el estudio de éste director americano, el amor y las relaciones de pareja. Jeff Nichols crea una historia trepidante y sumamente entretenida (que es lo predominante). Es la persecución de unos cazarecompensas producto de la muerte del hijo de un millonario y gánster que tiene la curiosidad de rezar con su séquito poco antes de buscar un homicidio, y al que se le atribuye ser el mismísimo demonio (y mira que esperamos algo grave ante semejante atribución). Están detrás de nuestro héroe que tiene de criminal, de chico malo, como de justiciero, de idealista y de idílico, con muchos otros momentos audaces como el padre adoptivo francotirador haciendo gala de sus atributos o el muchacho que no rehúye una pelea con tan solo 14 años de edad (aunque se hace cliché que estire el puño con tanta facilidad). 

Nichols reviste al conjunto de una lectura de fondo sobre varios contextos de amor, nuevamente con la sabia ayuda de sus personajes y sus solidas pequeñas biografías, donde incluso el tío de uno de los niños colaboradores aporta lo suyo, Galen (Michael Shannon, actor fetiche del director y que es un maravilloso interprete a seguir). Vemos la dificultad de amar a una mujer, de ser amados, valorados, la separación y la imagen romántica tanto como la cotidiana; se llega a tener la noción del fracaso, entender, dar soluciones o resoluciones y esperar nuevos caminos, y hasta hay una vena cómica, como la chica de una noche que no se sabe tal y grita que las mujeres son princesas, y no carne, como la mirada perdida, anunciadora, de Neckbone en el amplio y seductor busto, y su propia sonrisa.

En ese trayecto muchos lugares comunes se rompen aunque muy ligeramente, pero lo suficiente como para destacar y presentar algunas novedades e interés individual; los usa para luego adaptarlos al ingenio propio, recordando que el filme juega con parámetros de mucha fácil recepción, pero sin obviar su toque de estilo que pone autoría, como repetir de boca lo que ya vimos, en lo real que pretende esa acción, lo "innecesario". Es encomiable ver cómo se puede sacar mucho partido a una historia que no es nada del otro mundo, aunque hay que decir que tiene todos los ingredientes para ganarse al público. Exhibe una trama que cautiva nuestra cinefilia e inocencia, puede cautivar hasta gente exigente.

Tiene una dirección muy milimétrica, muy al tanto de todo, que ve el “error” (la palabra proviene de nuestro lado porque es adrede en el director) y lo arregla (un poco, en parte o en última instancia) o hace uso de las fichas cotidianas sin rubor alguno para beneficio de algo “independiente”, como con las sobredimensiones heroicas de sus protagonistas, que pueden ser algo insípidas, pero se les quita más tarde cierto peso y llegan a agradar de forma menos efectista. Sin embargo, ya sabemos que la película es directa en lo que quiere y lo sostiene con seguridad, tiene mucho de fantasía, de aventura y de comportamiento intrépido compartido principalmente entre Mud y Ellis que se parecen mucho aunque se indica la inconsistencia y la mentira del ídolo (con los fantasmas, en buena parte de aspecto forzado); a su vez su fan genera admiración. Lleva su ligero toque personal en una película muy bien hecha en su tipo que nos hace entender como un filme como éste puede haber competido en el Festival de Cine de Cannes, que como todo evento que sea coherente pero libre con el arte –que no oculta ninguna corrupción, ni el conformismo de una ideología, claro- merece la calidad de lo ecléctico.  

Nichols desmiente y vapulea a sus criaturas, como es la vida con todo el mundo, muestra nuestra imperfección, aunque se sienta momentánea en Mud, al que le cuesta no alcanzar la felicidad completa aun con el happy end del filme, tan propio de Hollywood. Si no tomemos una imagen de modelo; Nicole Kidman posaba muy glamorosa en un desfile de moda éste último viernes; con tantas fotos detrás vanagloriándola se ha de sentir especial (su logro, sea dicho además); luego sale y es atropellada por un fotógrafo amateur que con una bicicleta la derribo al suelo como un saco de papas; ella quedó descalza, más que adolorida avergonzada. De ahí la gran metáfora de la realidad de todo ser humano, y eso a un punto lo maneja con cierta habilidad Nichols en un par de ocasiones, aunque no lo hace con demasiada convicción como para tomarle en serio como algo neto de autor.

Mud peca a ratos mucho de cine comercial y eso le baja la llanta de la trascendencia porque es más de lo mismo, si bien como placer sin prejuicios nos deja contentos. También hay que ver que Matthew McConaughey sigue ganando puntos, últimamente se proyecta bastante al Oscar y hasta toma mayor relevancia como actor en cuanto a complejidad, lo paradójico que no es que se reinvente sino como en Magic Mike (2012) le saca (otro) valor a su figura. Con Dallas Buyers Club (2013) se espera algo diferente a su filmografía, muy en la onda de Christian Bale y sus impresionantes aumentos y descensos de peso (y me gustaría rescatar más a Jared Leto que lo ha hecho otras veces sin obtener mucha prensa y que hay que tenerlo visto en la misma de McConaughey). Esto es como explotar su físico, pero a la inversa, dejando de lado su buena apariencia. Aun siendo aquí el de siempre lo hace de forma rescatable, le infunde la bondad natural que requiere su papel de antihéroe, y mejor que no lo hayan sobreesforzado porque no tiene el tipo intimidador, y más le viene el encanto y la simpatía, aunque puesto aquí y allá para que nos haga pensar más del tipo rural.

También hay que echarle unos buenos aplausos a Tye Sheridan. No solo tiene una presencia imponente a temprana edad, sino que aporta su buena capacidad histriónica, como se ve es más que seguro que lo jalan al cine mainstream, se lo merece, aunque ojalá aporte un poco más a los independientes y al cine que supuestamente más arte busca, o a los que suelen hacer la excepción desde la óptica individual, desde donde sea, como de todo aquel que tenga algo que decir y aportar verdaderamente, que nos engendre arte en toda la palabra. Se le podrá ver en Joe (2013), de David Gordon Green, que compitió por el león de oro en el Festival de Cine de Venecia 2013, y que parece seguir la estela de Mud.  

Mud tiene un gran grupo, Sam Shepard, Sarah Paulson, Ray McKinnon y Jacob Lofland (en su primer papel, y vaya solvencia en su debut); cada uno pone magia en sus roles y dejan una muy eficaz participación, y no es obligatorio decirlo, están más que correctos. Ésta Cuenta conmigo (1986) tiene todas para entretener y cautivar, generar ilusión con la gran pantalla, conmover con los héroes de la infancia, o el primer amor y el inicial corazón roto, el luchar por algo en que creemos, el no perder la fe en nuestra humanidad, y que aunque nada es fácil ni perfecto ni llega todo a cumplirse a nuestra alma hay que mantenerla siempre en pie, intacta aunque más sabia. Estamos ante un buen cuento más del séptimo arte, de los que buscan ser clásicos sin demasiados remilgos en lo que quiere. 

miércoles, 11 de septiembre de 2013

El muerto y ser feliz

Ganadora del Fipresci, el premio de la crítica, y Concha de Plata a mejor actor para José Sacristán en el Festival de Cine de San Sebastián 2012, y premio Goya 2013 también para Sacristán. Es una película pequeña que ostenta mucho de autor, pero de aquellos que quieren divertirse más que complicarnos la vida, se divierten con sus audacias y ocurrencias, y quieren trasmitir una onda de entretenimiento y complicidad entre autor y espectador mediante el séptimo arte, jugar con su plasticidad, dejar volar la imaginación, la libertad de una trama que parece rehuirle al encasillamiento definitorio de una narrativa, fluyendo en un aura de espontaneidad, de broma, de relajo, sin mermar esa molestia y dificultad de afrontar la existencia, de ahí que una voz en off haga de camino con esa intención, genere esa sensación, mientras las continuas dosis de morfina o drogas mitigan la tortura y el dolor que vuelve una y otra vez impenitente, en el verse el protagonista a puertas de la muerte por múltiples tumores.

El director Javier Rebollo en su tercera película, tras Lo que sé de Lola (2006) y La mujer sin piano (2009) retoma sus formas, de aquellas que parecen ser historias mínimas ensanchadas, como cuentos cortos que albergan y generan un magma novelesco, pero que son apenas unas líneas de historia, todas con una fuerte carga motivacional en la vida de alguien en especial, algo que nos genera una huida o una persecución, o hasta ambas, que en la presente se intensifica en tener el reloj apremiando la salida; es “robarle” el aliento al mundo, hacerle trampa de alguna forma, si bien la felicidad es una constante en toda realidad. 

En Santos (José Sacristán) es una tragedia intrínseca, muy arduo, ya solo le queda rodar sin más. Todos los protagonistas de las películas de éste director español se mueven, pero éste no tiene a donde ir realmente, es solo no quedarse quieto, no pensar, porque León va tras Lola y Rosa va tras otra vida, aunque tienen en común que todos terminan solo experimentando, para doblegar sus heridas y ausencias. Ésta propuesta tiene una diferencia mayor de sus antecesoras, del repertorio de Rebollo, ya no es ni siquiera una lucha que nos regenera o una intromisión silenciosa que nos subyuga y nos entusiasma venciendo lo anodino, nos repone, es la contundencia de ser un hombre muerto que sigue caminando, un asesino que ya no puede matar, que ha olvidado su primera víctima, y aunque suene descabellado como aquel primer amor, aquel destello de intensidad, con un pasado que aun en lo extraordinario vale casi nada o tan poco, en el peso del mucho kilometraje que se pierde en la niebla de la vejez que quiere comerse hasta nuestro último ánimo. 

Nuestro protagonista ya no tiene forma que lo ampare ni camino por fabricar. Sin embargo, se rehúsa a claudicar, a ser un tipo lacrimógeno, sino es un hombre duro, de temple, pero que alberga sutil sensibilidad (y se respira en su entorno), un criminal sentimental, o un criminal que también es un hombre (aunque es un estado endeble el que lo figura y lo conforma actualmente, y ya no su deleznable trabajo), y no importa que esté en un callejón sin escapatoria ni que ya no tenga nada en sí, le queda el anhelo de sobrevivencia tan intrínseco a todos los seres humanos, el movernos a pesar de todo, y aun así sigue experimentando, riendo, gozando de la clara noción de lo efímero, sin agarrarse ya a nada, como ha sido su vida sea dicho, por lo que no es una nueva lección (teniendo en cuenta que la filmografía de Rebollo plantea búsquedas en otros países al propio). 

Es seguir siendo uno sin importar ninguna limitación, nada nuevo en realidad (la terquedad del eterno viajero, a orillas de su último periplo), porque Santos no pide la lastima de nadie, sino como un viejo aventurero sin rumbo echa a seguir su secreta leyenda, en una road movie que brilla en el detalle de lo intrascendente, que a su vez tiene de tan importante; él yace sin reglas, como acostarse con una desconocida, entablar una relación de compañerismo y necesidad sin ataduras, y rodearse del sueño del idilio seco, del tipo cansado, pero aun dispuesto a vibrar por unos instantes, en la seducción y poder de un clímax (de un estado perfecto de atemporalidad y ausencia espacial, en la ilusión de trascender, sin avanzar), embellecer los pocos minutos que nos quedan, vivir el presente y luego seguir picoteándole a la existencia, de donde sea, porque sí, porque no queda otra, porque así uno es, tiene que ser, porque sufren más los cobardes aunque todos vengamos a padecer sufrimiento como parte del existir, por eso ese helado último es tan importante, más que un ataque de absurdo intempestivo, y es que Rebollo siempre está al filo de la tontería, por querer anhelarse cautivante, original, personal, aunque lo pretenda natural, o quizá es una motivación, y oscila entre serlo y sernos indiferente sin llegar a tacharle del todo, nunca, aun fallando varias veces en generar una esperada reacción con sus formas osadas y coladas un poco a la fuerza, o con rasgos de extravagancia disímil con sus conjuntos más convencionales y fáciles de seguir. Suele ser aun siendo creativo, sencillo, quitando algunas aparentes locuras.

El filme aunque se contextualiza en la muerte, que es una constante que se visualiza mucho y que no permite que la olvidemos, tanto que es como una muletilla cargosa (y está bien en parte ya que el tono de la propuesta nos lo hace olvidar), tanto como esa voz en off de los guionistas, de la dupla inseparable y efectiva de Lola Mayo y Javier Rebollo, es un canto de vida, de un optimismo a toda prueba, aun con tantas decepciones, que yacen en fueras de campo asumidos desde la proximidad de la muerte, tras la enfermedad terminal, y el vacío, la soledad, porque Santos es un ser casi sin biografía, nulo y que seguirá siéndolo en vida por el implacable destino, al que solo podemos hurtarle ratos de gloria pasajera, o quizá mitificarnos como un triunfo y fantasía de último momento.

Santos como dice un diálogo de su consciencia se ve reflejado en Érika (Roxana Blanco) que es una mujer frustrada de y para la familia, el amor, y toda esa solidez estructural que conlleva. Hasta ha sido renga, y se siente como tal que incluso lo finge. Ella quedará como congelada en ese jardín, en esa imagen, aunque notando que es algo que se veía venir, y es la osadía del reto de vivir, lo que como a Santos la hace una persona de piel dura, resistente aunque pequeña. El narrador nos dice que no es la típica chica de las películas, y aunque se dice no ser una tipa tonta, cuando no quiere mostrar la tetas, subyace mucho en una torpeza que se mezcla con la fe y rompe estereotipos, la complejiza sin embrollos. Mientras, la carretera nos libera, nos regala un ensueño. Santos oculta y no deja ver su melancolía, un ser que desde afuera conmueve sin que haga el esfuerzo de revelarnos su interior, es un ente de la superficie, un tipo simple aun siendo particular, es un asesino. Lo golpean en un bar (el tiempo), y teme que lo persigan por no cumplir un encargo al ya haber recibido el dinero del pago, viendo al tipo grande que lo contrató como un recordatorio de su frustración, papel chico aunque mostrándose vistoso, que hace Jorge Jellinek (La vida útil, 2010).

Es una road movie por algunas geografías de Argentina, pero sin volverlo costumbrista, sino muy moderno, aunque albergando alguna curiosidad como la playa que tiene de paraíso y de apocalipsis, la dualidad terrenal existencial (y que es el sentido del filme, como el mismo título anuncia), que además juega con una metáfora, la del perro que no es de raza y se escapa de la finca y se reproduce tercamente cuando quieren eliminarlo, algo así como las malas semillas, el mismo Santos, esos seres humanos destinados a ser outsiders de la sociedad, negados para una felicidad “estable” (y que el relato parece decirnos que como esa abundancia de canes callejeros no molestan a nadie), si eso realmente existe.

Éste filme resulta un goce cinéfilo, una historia entretenida, como un cuento de personajes fantásticos que aunque no lúgubres no ostentan demasiado brillo, que lo aparentan o lo intentan, quitando lo banal que siempre nos seduce, pero que ésta vez se justifica, como con la enfermera, su voluptuosidad, apenas vista pero legible, su sensualidad natural, y su imponente sonrisa, interpretada por Valeria Alonso; y que nos masturbe, es como la representación no solo de la fantasía, dentro de lo común, que exuda la historia, sino el goce del consuelo, una salida inteligente al pesimismo y la tragedia, un refugio, un canto de rebeldía. El muerto y ser feliz es como estar dentro de una novela gráfica de la cotidianidad, quebrada con la huida que siempre representa la latente aventura de la carretera. Aunque está muy lejos de ser una obra de arte, se disfruta sin pretensiones, sin que su simplicidad formal con toques de inventiva y soltura/relajo narrativo nos eche en falta ausencias, mayores conflictos, porque como está construida tiene mucha lógica, siendo las verdaderas batallas silenciosas, la violencia va por dentro, y que mejor que sacarles la vuelta que es ahí donde subyace la gloria.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Los niños salvajes

Biznaga de oro en el Festival de Cine Español de Málaga 2012 y nominada a 3 premios Goya el 2013, dirigida por Patricia Ferreira. Éste es un filme de muy buena estructura que va como adelantando que va a suceder a través de entrevistas que se confunden en su exactitud – ¿se trata de la psicóloga, de las autoridades del colegio o de la policía?, pensamos- y luego empieza a narrarlo y así sucesivamente, a descubrirnos que oculta y quiénes son todos los implicados y de qué se trata, y aunque al saberlo nos queda la sensación de una desmesura poco asociada con el personaje en cuestión y una inexpresividad insensible poco creíble y tampoco no afín, por el carácter y la construcción interpretativa en especial, no empaña el logro de haber contado con buen pulso y atractivo la historia de tres adolescentes, su relación con sus familias, el colegio y sus locuras. Se basa mucho en la amistad entre ellos.

Es una película que aborda un tema manido en el séptimo arte, pero que logra presentar su natural cuota de intensidad, y como está bien concebida no es para nada como para despreciarla, con actuaciones -las de los chiquillos- logradas, aun siendo algo carente de creatividad en cuanto a lo que es en sí y lo que muestra, que se comprende en una cierta medida porque quiere que lo visto se identifique con facilidad, otorgarle notoria veracidad, hacer un estudio claro de la existencia. No obstante, es elogiable porque se ve que hay mucho control de lo que se hace, que se conoce, o se ha investigado con contundencia, aun siendo un tema muy popular. Se proyecta el tema de la incomprensión, de la libertad, del estar perdidos, de los conflictos internos y de la dificultad de no ser rebeldes en los adolescentes, que lo son sin que se pretendan, sino como una identidad que se está desarrollando y que descubriendo el mundo quieren hacer lo que no se debe hacer, ya que como se sabe atrae tanto lo prohibido, y más cuando se es inmaduro y curioso, es la edad precisa para ello, se está uno recién encontrándose, por eso beben, se drogan, les gusta el grafiti, hacen fechorías, aparte de yacer en batallas intimas, presiones de los padres y de la sociedad misma.

El filme hace bien dándoles un background sólido a cada chico, poniéndoles sus retos y sus contratiempos, sus deberes y sus anhelos. Tenemos el niño que quiere ser un buen peleador de kickboxing para agradar al papá, y que en sí es como una obsesión de éxito y de ser líder, de convertirse en el tipo ejemplar, el más inteligente, el más fuerte, el más astuto; la niña que debe sacar buenas notas en el colegio y ser una chica bien ya que tiene dinero, cumplir con lo que se quiere de ella en sociedad, como con sus bailes de flamenco, llevar una disciplina, comer sanamente o contener buenos modales con amigos de sus padres; y el que es el peor del grupo, la oveja negra, el muchacho descarriado, que simplemente es coger algún rumbo decente, aun siguiendo su estela de outsider, en hacer del grafiti un arte que genere ingresos y reconocimiento, se entre en los parámetros de aceptación general.

Como no pueden ser exitosos, ante sus preocupaciones, hacen malacrianzas, se enervan y quieren ser más trasgresores, en consonancia a sus frustraciones (que suma a sus propias rebeldías de edad), porque aún no entienden lo que es el orden, el mundo de las consecuencias y es en ese lugar donde hay un fuera de campo; se ve el discurrir, pero no llegan a ser juzgados plenamente, la mayoría lo pasan por alto, y es una pregunta abierta de ¿qué hacer con ellos?, y tiene respuesta visible. En Alex, proyectarlo en alguna inquietud, corregirle a través de la auto-superación y la voluntad, que entable un nexo con alguna pasión. Para los otros, simplemente bajar la carga impositiva, ser más un consejero y apoyar su desenvolvimiento, como lo que representa la psicóloga, Júlia (Aina Clotet).

Hay una notoria disonancia que se hace algo chocante, desestabilizadora, y exagerada a raíz de lo que antecede, con lo que llega a hacer un protagonista, pero sirve para ver que nuestro proceder implica decisiones catastróficas, hay un camino que puede arruinarnos, ya no travesuras, sino algo mayor, y el castigo –esta vez sí algo duro, posiblemente una correccional- no llega a verse, pero se intuye tranquilamente, te lo puedes imaginar. Es un final que quiere defender su rótulo, son niños salvajes, aunque antes no hayamos visto nada demasiado extraordinario que lo avale con fuerza, si bien hay  asuntos como el golpe al padre o al hermano pequeño que se toman ligeramente y son algo grave, en cambio a la jovencita ante una cachetada se le cae el mundo. Incongruencias, o falta de balance, pero bueno, la vida tiene distintas reacciones, y cada uno enarbola su perspectiva, hay distintos comportamientos, adultos indulgentes o abusivos, carentes de dimensión o sobredimensionados, chiquillos exagerados o extremos como ampara y defiende el filme, y puede atribuírsele a la visión y hacer de los personajes. Los tres jóvenes como ejes de la película se comen a muchos secundarios que podrían haber tenido mejor repercusión, si bien no es que la trama se pretenda ardua. No obstante, queda el síntoma de la simpatía, de la dulzura que atenúa y cierta pasividad para con el progenitor, como el propio hecho menor y que la jovencita está acostumbrada en su collera al trato ordinario, y lo dejo ahí.

El filme tiene buen ritmo y es una historia -aunque de cierto estado de deja vú- que se supera -y se olvida en parte su minusvalía- por una recreación digna, que se hace muy entretenida, y por supuesto, tiene su buena cuota de reflexión, ya que siempre la adolescencia despierta cierta complicidad y comprensión, que visto desde el profesor amargado o del padre agobiado harto de la infracciones de su hija, dos tipos muy ordinarios en la creación de personajes y canal de comunicación, tienen de lógica y preocupación; tampoco es cosa fácil manejarlos, tanto que la temática merece una atención mayor y un reordenamiento más efectivo, ya que pueden ser pequeños monstruos, en proceso de algo peligroso, como implica el desenlace.

Sobre el filme a uno le viene por recordar Elefante (2003), de Gus Van Sant, un modelo general cinematográfico, tanto en cierta vocación estructural, de romper un poco con lo lineal, como con esa personalidad “pasiva” que se convierte en violenta, aunque se ven sus fechorías, menores, como el alcohol que se esconde en una mochila escolar, en no estudiar sino tontear en la computadora, en llegar tarde de madrugada, en quienes son los amigos, en faltar a las clases de baile o en comer pizza en lugar de lo saludable. En la presente obra se razona contra cierta impunidad o dejadez, que nos hace creer que estos chiquillos no tienen la complicidad de la autora, y que parece ser un llamado de atención para el espectador, en parte, porque lógicamente todos hemos sido adolescentes y uno no puede obviar ese estado de yacer extrovertido, divertido, de enajenación y constante aventura que nace de tirar de límites, ya que hay como una ambición de ser rebelde a los 15 o 16, de que esa figura importa a esa edad; es propio de ese tiempo, de una etapa de crecimiento.

Nadie evita la conmiseración e indulgencia, más de la forma explayada, con un Álex (Álex Monner) que tampoco es de los malos como menciona el profesor amargado, no existe eso con los chiquillos, no es común verlo así, y él también aporta sentimientos, los contiene (el abrazo a la madre, la felicidad de la beca o la afinidad con sus amigos). Todo eso deja ver el filme, se posa en ambos lados, en la crítica y la comprensión, como suele buscar el arte y el entendimiento complejo, aunque pueda haber sus excepciones en otros temas.

El personaje -y la interpretación- de Oki (Marina Comas) se hace querer muy rápidamente, exhibe aun en su indiferencia esa ternura propia de las chicas bonitas, pero carentes de ostentación, la vemos pequeña al fin y al cabo –mucho más que al resto- y exuda aun en su rebeldía un estado de indefensión. Ciertamente es una más del clan, pero sin perder su femineidad tampoco, que verla de otra forma puede no ser convincente, pero esa lucha de sus acciones recriminables –en donde se deja llevar bastante, pero también tiene su cuota de furia; como cuando arroja un objeto en una pelea- y el de su carácter atractivo, dócil, llevadero, amable, deja pase a no encasillar mentalidades gracias a la ambigüedad que aparece de lo atractivo y lo incorrecto (que es una dualidad anti-maniquea esencial en el argumento), solo que habría que haberlo desarrollado un poco más, conformarla como alguien menos simpática, más activa, capaz de, para de ahí entender que puede albergar liderazgo (negativo) en acciones mayores. En fin, faltó justificarla más. En cambio con Álex hubiera sido muy obvio, mientras Gabi (Albert Baró) es casi perfecto, pero este es un rasgo notorio de romper el estereotipo (pero que en un desenlace como el presente no basta sino sería en gran parte arbitrario), sin embargo aun así está manejado con cierta inteligencia, aunque se extraña más audacia, en sentido imaginativo, con respecto a todo el concepto y hechura del personaje. Es una obra que no será de las más originales, pero su buena factura (impecable), y su cariz narrativo e interpretaciones hacen de ella algo disfrutable, aparte de tenerla por una decente cavilación esencial. 

sábado, 7 de septiembre de 2013

El mundo es nuestro

A raíz de la crisis económica y el deseo de hacer cine de bajo presupuesto, como de expresarse artísticamente, ha surgido un movimiento en España denominado el cine low cost, que aúna poco gasto, las nuevas tecnologías, que abaratan costos, promoción y distribución, y un séptimo arte desenfadado, casi como se suele decir, de guerrilla, donde la libertad creativa invoca la irreverencia y la anulación de límites estéticos o imaginativos, tanto que pueden reflejar muy bien la idiosincrasia nacional hispana, enseñarnos la calle, lo popular, el descontento, como pasa con este filme, El mundo es nuestro (2012), ópera prima de Alfonso Sánchez.

La cota más grande del cine low cost ha sido Diamond Flash (2011), que podemos decir que está por encima del resto, y ya su director, Carlos Vermut, ha saltado a la otra vereda con su próximo segundo largometraje, Magical girl, aunque su autoría creemos prevalecerá. En continuación sobresalen visiblemente dos películas, aunque en menor medida, una es Carmina o revienta (2012), y la otra, la presente.

El mundo es nuestro es una comedia, en parte tonta y campechana, próxima a cada rato a saltar al abismo del exceso, no en sentido de ser perversa y violenta en su gracia, como lo es Torrente (1998) que contra todo pronóstico funciona, sin tampoco reventarle cohetes porque una obra así no llega a tener nuestra complicidad aunque sí logra algo entretenernos. Torrente es uniforme en su locura, en la celebración del abrupto, presentándose como demasiado para bien y para mal. Tomo de ejemplo a Torrente porque parece cumplir de podio y comparte anhelos con muchas otras. Torrente es una cinta taquillera, de sentido del humor pedestre y zafio, como Carmina o revienta y El mundo es nuestro, aunque mucho menos. Digamos que en estas últimas se da la broma directa y llana, más no cruel ni vulgar, aunque Torrente lo muestre de una forma tan natural y alevosa, burlándose de todo a diestra y siniestra que incluye mucho a su protagonista, que no llega a ser una propuesta desconcertante aunque inquiete un poco, ya que uno entiende y entra en ese juego, por hora y media de dimensión desconocida. Torrente es un retrato de la realidad, ahí ahonda en su comedia. El mundo es nuestro contiene una flagrante crítica social que como bandera de intenciones busca ser atrevida, no llegando a corromper ni malograr su esencia como arte cinematográfico, en lo posible, ya que siempre parece estar a punto de meterse una patinada y caer, pero no lo llega a hacer nunca; se sabe -siempre al final- manejar, no olvida su cualidad de entretenimiento, aunque sepa que como ese tipo con explosivos en el banco la gente le escucha atenta, y que mejor que explayarse con lo que a uno le mortifica o se ve identificado, dentro de un cine realista, más quizá porque está sumida la gente en divertirse y la película en capturar su atención de forma simpática (sin embargo, ¿cuántos se quedan con el goce puro y cuántos recogen alguna reflexión?).

La verdad tras la broma luce claramente, con transparencia, se mueve en una cierta opinión general, que es casi -o seguramente- universal, que los políticos, los bancos, los empresarios, los adinerados son vistos como corruptos, explotadores y desligados de la gente de a pie, un reflejo y natural critica de la crisis económica. El filme recurre a lugares comunes, anexados por medio de la imaginación sin esconderlos en absoluto, sino realzándolos, sólo que el filme no siempre tiene la audacia de su parte, sino muchas veces no genera la esperada risa, cae también en lo obvio y por ende insulso, y es que la mayoría de la historia adolece de originalidad. Enseguida uno piensa en películas como Tarde de perros (1975) o Mad City (1997), y se hace esa conexión sin esfuerzo, ahí yace la esencia de lo que vemos en El mundo es nuestro. No obstante, si uno quiere verse retratado en su sociedad, en su país, en su idiosincrasia coyuntural, que además tiene muchas semejanzas con lo universal, uno puede sentir que algo le deja y termina uno contento.

La irreverencia se discute en pantalla, ya que las ideas son estandartes, son notorias, están para dialogarse, y eso es bueno, en parte, porque sabe lo que quiere y lo que muestra, sin rodeos, es un grito de la calle y como el mensaje de Fermín es digno de defenderse, la lucha contra los corruptos, aunque el fin no justifica los medios. La irreverencia cae a su vez (y se repite en algo concreto bastante austero) en elogiar y darles sentido a sus dos antihéroes de trazo grueso, que lucen considerablemente vacíos y aportan sobre todo desfachatez y simpleza, pero los que entienden en el camino una voluntad de reivindicación colectiva a través de Fermín (como uno mismo da a entender, antes eran nada y solo querían dinero); son dos ladrones, el cabeza (Alfonso Sánchez) y el culebra (Alberto López), de quienes su hablar y tono de barrio se nos hace en parte ininteligible. El susodicho Fermín, el tercer antihéroe, es un ente que de tanta humildad y ansiedad se nos vuelve un cero a la izquierda, pero no por la creada referencia flagrante, sino porque eso es en sí, no parece tener cualidades como personaje. Se nos entregan dos formatos, unidos hasta la redundancia, donde no hay ningún juego de póker, las cartas están sobre la mesa, porque la autoría está en ser voceros del atrevimiento y la realidad, y no en complejidades, es querer emitir un mensaje directo mientras uno se entretiene.

El grupo de personajes que hacen de rehenes parecen salidos de la quinta del Chavo del ocho o de un sketch cómico de televisión; sirven para ver algunas verdades o hacer escarnio de referencias, como intrascendencias. La novia posesiva y autoritaria; el novio sumiso e intelectual, pero poca cosa, a puertas de una hipoteca y la esclavitud; el empleado en paro, ambiguo en su proclividad a la traición al tener la ropa de trabajo, al que no le queda otra que el cachuelo; la cajera que reniega de su labor agobiada por no tener vida afectiva; el tramitador homosexual; el chino que parece uno no saber para qué está, pero hace de todo; o la “avergonzada” trabajadora del gobierno. Visto bien, uno se puede reír sin mucha alharaca, sacándonos además esas otras sonrisas de escuchar lo que nos gusta o lo que quisiéramos decir, de un final feliz del mismo tono general, “imprudente”, alevoso, pero como se dice, la risa aguanta todo, o casi todo. Y no es que sea un filme muy gracioso, pero tiene su cuota, y es una opción menor, pero a fin de cuentas agradable. No obstante se pretende demasiado low cost, cuando el espíritu debería ir más allá, como con Diamond Flash, y no como Carmina o revienta, una película muy parecida a la presente que proporciona unas risas y un desenfado a veces rescatable (un poco), y entre otras pocas virtudes sobresale la belleza de María León, que como dicen en España es muy maja, su voz y algún baile suyo; pero en otros momentos es bastante infumable, como cuando Carmina pretende ser la sabiduría del pueblo y no es más que un cúmulo de tretas sucias o barbaridades en un tono equivocado que más que orgullo dan vergüenza; o como en la escena en que se tira un pedo en el auto y no para de reír ante el ahogo de su hija. El contexto de El mundo es nuestro se oye como un ¡ey, despierten!, además de que como con cualquier tv nacional estándar reírse un poco venga bien en medio de tanto problema que a uno le aqueja.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Stories we tell

El documental de Sarah Polley no es un receptáculo de premios, pero por donde va no le faltan los elogios y el entusiasmo alrededor, y a ello me sumo. Stories we tell (2012) es un trabajo que brilla por ser un lugar de diferentes apreciaciones con respecto a quien fue la madre de la directora, llamada Diane, en relación a toda su familia, ya que el mundo parecía girar sobre ella, mucho más estando muerta -que sucedió de cáncer cuando Sarah tenía 11 años- y como la memoria perdona y ennoblece a los difuntos que han sido importantes, bien o mal, para nosotros; y en particular sobre una aventura extra-matrimonial que pone en jaque a sus integrantes, aunque hay mucha indulgencia al respecto, hasta se toma con sentido del humor o muy deportivamente por hijos -algunos medios hermanos- y amigos, como no podía ser tampoco de otra forma porque de no ser así sería más complicado de procesar y de divulgar, empañaría nuestra memoria del ser querido, sería algo que avergonzaría, que afectaría, y la seguridad aflora más bien como la voluntad de documentar la(s) historia(s) en todo alcance, como el arte del documental contemporáneo exige; como también desnudan la personalidad de ésta mujer, que fue actriz y que como todos buscó vivir una vida plena e intensa muy acorde con los sueños que solemos hacernos y que no siempre se cumplen.

Fue una persona que desbordaba alegría, pero a la vez muy sospechosa de ser alguien demasiado libre (aunque algo aprendió de los errores del pasado; hay cierta ambigüedad a su alrededor en todo su retrato, y creemos que con ella presente también la habría), en referencia especial a la infidelidad, por no decir promiscuidad. Y es que enseguida solemos pensar en películas como Los puentes de Madison (1995), en el romanticismo, la aventura, lo idílico, lo hedónico, la autorrealización afectiva (sea cual sea obviando "pormenores molestos”); ponernos en el otro extremo, en ese ente aburrido y “nulo”, secundario (tantas veces incluso visto así por él mismo, como vemos aquí en una humildad y paciencia de mártir, aun pensando que se tiene parte de culpa en la dejadez o en el vacío), el ser que no ha logrado colmarnos como creíamos y esperábamos -en el filme se alega autobiográficamente por la falsa ilusión de una representación teatral- no suele ser a menudo nuestra primera opción, y es ahí que alguien inteligente, perspicaz, digamos que justo y verdaderamente sensible como Sarah Polley acoge una perspectiva discreta, pero lo suficientemente visible en aquella dignidad que le otorga a Michael Polley, dándole la palabra con un manuscrito de su propiedad sobre Diane y sí mismo, que implica la importante decisión de Sarah, que al inicio nos desconcierta, pero pasa a ser muy justificable -y elogiable- para entender el conjunto; a diferencia de lo que cree –y podría haber influido mucho- el productor Harry Gulkin.

La transparencia y revelación del documental no escatima ninguna limitación, es la desnudez total de su eje, Diane; y toda la familia queda dibujada con su honestidad; ya que la directora como bromea Michael Polley rememorando un trabajo cinematográfico de la universidad es un “monstruo”, siendo, en realidad, claro, todo lo contrario para él y para nosotros los espectadores que apreciamos su labor artística y su entrega, como su diafanidad, incluyendo la de los propios participantes que dan su versión de los hechos, que como reza el título en cada uno pasa por su consciencia, su inconsciente, sus recuerdos, sus emociones, sus sentimientos y percepciones; y por qué no, conveniencias, filias y desazones que de ésto último hay poco o nada porque -casi como una regla- le recuerdan con cariño y amor; todos han querido ser y han sido de alguna forma su mundo desde su propio cubículo; entonces se trata de como armamos en nuestra cabeza una imagen y la transmitimos, esas son las historias que contamos; la verdad en sí desde múltiples aristas como la vida misma porque lo absoluto se podría decir que no existe en la tierra.

La versión de Harry Gulkin pasa a ser complementaria, la de la familia pesa más, aun siendo Michael Polley muy comprensivo y de su mano todo el clan, lógicamente en los hijastros aunque pervive contra todo pronóstico ideológico a ese respecto el sentido de cuerpo o grupo en el documental, salvo uno de los hijos que deja ver alguna pequeña recriminación (que peca de obvia aunque poco se diga, o rompa con el equilibrio), que luego alivia con una broma tras notar su seriedad argumentativa porque más que alguna crítica, que no hay, no como orden global, no directamente, sin contar la de esa excepción luego como rectificada, es la revelación pura y llana sin medias tintas; los juicios quedan en segundo plano, es más una historia que nos van narrando y alimentando todos por separado y que proporcionan un universo enriquecido por cada intervención. No tan alejados suponemos de Gulkin, al fin y al cabo, porque Diane no llega a mancharse demasiado (salpica pero no mata), no se le tacha, aunque la vemos en toda esencia y se nos descubre tal cual en la memoria final que llegamos a juntar de todos los implicados, de donde observamos tanto ese imán de personalidad y belleza interior como exterior que albergó, esa rotunda felicidad que atraía y del que uno quería ser participe, aun a los 42 años de edad, pero también olemos desde lejos sus defectos y errores, sus decisiones inmaduras o sus deslealtades y su egocentrismo y sus derivados.

No llega a ser voraz la idiosincrasia del affaire para Michael, no de él hacia afuera, quizá -creemos- porque no lo deja ver, salvo en buena parte en lo implícito fuera de su condescendencia, autocrítica y resignación; y se articula a través de Sarah por medio del buen humor, de la tranquilidad, del entretenimiento, de una narración cautivante que provista de tanta libertad, como la de su propia protagonista, no termina siendo algo vehemente en su juicio, sino subjetivo, mesurado, abierto, aunque bastante completo, y ya cada quien entiende y saca sus conclusiones. No obstante, sin temor a equivocarme, la balanza no es rotunda para nadie aunque se expresan mayormente hacia un lado, y se muestran condescendientes, pero posibilitan la crítica indirectamente; y es que somos seres humanos imperfectos y uno tiende a comprender, aunque valgan verdades, Dios me libre de yacer en esa situación algún día, creo que nadie la merece, sin que se interprete como que uno escupe al cielo.

La forma es a todas luces simpática, como lo son todos los personajes, que eso terminan siendo, y creo que como expresa la frase en latín Veritas vos liberabit (la verdad nos hará libres) eso encuentran -al parecer- todos, paz; ya que Sarah cuenta que en algún momento temió se supiera su recién descubierto secreto familiar, pero como dice no por ella, y como presenciamos lo ha resuelto cabal e ingeniosamente, para seguir adelante, cada uno con sus recuerdos intactos (que eso es indiscutible), aunque seguramente Harry Gulkin haya quedado insatisfecho ya que aspiraba como se percibe a dibujarnos a una Francesca Johnson; y eso qué a quién no le gusta Los puentes de Madison, y la actuación de Meryl Streep.

Una intimidad revelada sin tapujos, que perdurará, además, como marco ideológico de lo que significa cierto concepto de verdad, presentando una pequeña tesis, que define lo que es la historia universal, el relato, el arte mismo, que rompe los límites entre ficción y documental, en una cosmovisión ambiciosa pero a su vez relajada, no académica; lo que cree sólo puede ser una aproximación (y que se intuye por algunos silencios o cambios de perspectivas en un mismo diálogo), pero que ostenta fundamentos e implica un convencimiento, un razonamiento; que le falta una pieza, el descargo, una versión (trascendente en su propia consistencia, en cómo le afectó y lo sobrellevó la protagonista aunque fuera obra suya y tuviera que enfrentarse a su egoísmo), como cree Gulkin, pero que de “afuera” también importa, de repente hasta más, porque demuestra el radio de como ha quedado y trascendido a quienes les repercute; que en sí finalmente no es nada del otro mundo aun siéndolo en su interior familiar que no se lo toman como una tragedia ya pasado el tiempo como en aquella última línea que nos saca una sonrisa, que nos deja un buen trabajo entre manos, porque todo puede ser digno de contarse como estupendamente sirve el filme de ejemplo; la capacidad de cautivar pasa por un juicio subjetivo e Stories we tell aún –o mejor dicho, gracias a esa sazón global- bajo mucha sencillez formal lo logra con su tono, las recreaciones que emulan el archivo casero de lo que parece una trama, las distintas emociones de los entrevistados, suaves ideas de fondo y sus múltiples aristas que tratan de responder inquietudes personales y hasta universales, mediante el mito contrastado y puesto en la palestra para ser conocida la verdad, la figura en el aglomeramiento del recuerdo individual. 

domingo, 1 de septiembre de 2013

Leviathan

Premio Fipresci en el Festival de Cine de Locarno 2012. La obra de Lucien Castaing-Taylor y Verena Paravel es una de esas películas que hay que ver prioritariamente en pantalla grande, una de las excepciones de los tiempos y la autonomía que corren; los movimientos, la proximidad de los ángulos y la espectacularidad de la cámara están a la orden de asumirnos en ese barco pesquero que atraviesa el Atlántico Norte; son esas tomas especiales, comprometidas, bajo un ecran abarcador que nos mete dentro, las que brindan la abstracción que a todas luces propone el documental, de una forma en que sus efectos se perciben fehacientes, dominantes, llevándonos hacia la alta impresión, el vértigo, hasta el mareo, el ajetreo de la labor en el océano, que nos hace sentirnos aprendices u observadores casi in situ de esos duchos pescadores industriales y todo el ejercicio de su oficio.

Su fuerte es tratar de que nos sintamos ahí mismo, en esa humedad, en ese quehacer recio y su normalidad en la velocidad e intensidad de su ejecución, en las portentosas agitaciones –como en esa mirada desde la proa- y la soterrada violencia de la naturaleza, en su subyugación marítima (por un momento todo se reduce a ese cuadrante, el océano, el barco y la pesca), como a su vez dentro de la cadena alimenticia en sus aves agresivas o al acecho tras las vísceras y desechos de la extracción, selección, corte, limpieza y almacenamiento del alimento pesquero. Es un filme de sensaciones y emociones, donde el sonido y la vista infunden el conocimiento sin explicación, de forma directa, sobrando las palabras, salvo comentarios mínimos, de contexto entre los pescadores, o intrascendencias, que nos hacen sentir uno más dentro del barco. Es ver, entender y participar. Infunde estar bien despierto, aunque no requiere demasiado esfuerzo de comprensión. La documentación es clara, tomándose todo el tiempo del mundo en el proceso. La vista es simple, pero impresionante. Es una hora y media de ensimismamiento pesquero.

Es un filme contemplativo que involucra mucho, no se percibe en absoluto lejano ni exótico, no tiene inscrito en sí ser de nación alguna, su universalidad y humanidad es apabullante, aunque se digan algunas –pocas- palabras en inglés en la pantalla; solo se trata de tipos ordinarios aunque muchos con tatuajes –que nos recuerdan a los otrora feroces piratas de antaño de los libros clásicos y sus marcas en la piel como trofeos de su osadía en territorios poco visitados- y voluminosos cuerpos, curtidos, porque es un trabajo manual, para “cualquiera” que tenga temple, resistencia y sea fuerte. En el documental salen incluso bañándose en la ducha, hasta ahí llega grabar su cotidianidad, en vencer cualquier intimidad del tema, y es un rasgo de la autoría en el documental, de la desnudez, atrevimiento e intrepidez de hoy (aunque toda época ha tenido creadores revolucionarios), de la contemporaneidad de éste medio, el abarcarlo todo, no dejar nada afuera, para que juzguemos con el universo total, las distintas aristas, incluso contradictorias. Hay una humanización al lucir tan “simplificados”, pero son tal cual (lo que son es tácito e intrínseco), es un trabajo y punto, no se trata de embellecer, mitificar o componer una historia, sino de documentar en toda constancia.

A ratos es muy larga la toma en el documental, pero a propósito para darle realismo, consciencia y libertad al escenario, como captar el rasgo típico y concreto en todo auge, como cuando alguna cabeza de pescado se desliza y choca con la cámara o algunos peces se contornean en el agua entre los ya muertos mientras son escogidos para ser cortados en trozos. Sin embargo, el documental siempre guardo algo de extraordinario en su exposición sencilla; hasta fluye alguna profundización de aquello, como con el ave que se mete en el barco tras alimento y no puede subir un escalón hacia el olor de los restos abandonados en la embarcación, donde está en embrión el anhelo de los pescadores y de los hombres en general, ya que en nosotros toda esta repetida odisea es el de la supervivencia, la voluntad y la necesidad por encima de la dificultad, y de ahí la audacia, la creación y la conquista. La cámara es menos subjetiva, aunque no deja de serlo porque igual se ampara en una selección. Su parsimonia y detallismo, su longitud y amplificación del lente, me inclina a creer que de esa manera hemos comprendido y sentido mejor el mecanismo de la extracción pesquera. No deja mucho a la imaginación, porque trabaja en el dominio de la practicidad, el de una faena dura, monótona y agotadora de aplicar. Las simbologías ya pasan por cada uno como un extra. Estamos ante conocimiento en estado puro sin complejizar sino al revés.

El filme tiene de artístico la semejanza a una escultura, en su composición visual, en sus formas y tomas, como en el continuo sumergir y salir de la cámara de adentro del agua, tan similar a que uno se estuviera ahogando; el ver un rato y luego no a las implacables gaviotas descendiendo agitadas a acometer sus búsquedas; o en seguir el camino de la red de captura del barco. Todo el proceso lleva la impronta de la autoría, es como cualquier otro cine que vive de sus imágenes pero con las que construye un lenguaje propio con su lente, lo que hace reflexionar sobre lo único que es el séptimo arte y como captura nuestra historia, dentro de lo sumamente mundano, reducido a su esencia, y a su vez ¿qué es el hombre sin ahondar en lo que lo define, en lo que es?, es la eterna búsqueda.

En Leviathan (2012) nada está por gusto, es la constante de la aventura, porque para nosotros tiene también ese atractivo, pero para los pescadores es la demostración de un acto mecánico y canchero, enfrentando el agotamiento y el aburrimiento en su labor. El rato frente al televisor, incluso, aunque muchos no lo crean así, no está tampoco demás, es parte del conjunto, el final de la jornada diaria, el entretenimiento del lugar, el lente que refleja por su lado la dureza y resultado de toda la ejecución laboral, quedando en el ambiente el adormecimiento. La pesca lo abarca todo, es una fijación tanto que no hay familias, relatos ni datos exógenos en pantalla, y es como quitarle el adorno, no disfrazar el oficio, que requiere mucha paciencia y lo vives a través del ecran. Claro, no se va a recrear el tiempo real de toda la labor en el océano, de los días que están ahí, porque sabemos de la importancia de esculpir el tiempo como arte, el proyectar, el idear en base al artificio cinematográfico, sin embargo, Leviathan juega a ponernos en el lugar con su lentitud y estática, con los minutos extendidos que bastan para generar el estado de consciencia de lo que sería estar con ellos.

El título de Leviathan se presta para muchas interpretaciones, se entiende que refiere al monstruo bíblico, anterior al filósofo Thomas Hobbes, y puede ser la sombra del reto en sí, mientras el océano es la ramificación del Padre Todopoderoso que surte a sus hijos de productos. Pero como reza la expulsión del cielo, requiere del sudor de la frente, por eso mediante el trabajo se vencen los miedos, y es como si nuevamente el hombre se ganara el paraíso, que sería el alimento, los valores en juego, la felicidad misma.