jueves, 29 de enero de 2015

Todos están muertos

En el cine español, y en los espectadores por antonomasia de éste suponemos, se podría decir que les gusta perpetrar/observar la extravagancia sexual, diciéndolo de cara a la versatilidad del término, quizá como reflejo de su sociedad o de lo que se espera de ella (un grito, intenso o abrupto por lo general, de igualdad y derecho, si lo vemos dentro de todo en el buen sentido), por algo el máximo representante del cine ibérico es Pedro Almodóvar. Sin embargo hay que decir que dicha omnipresente particularidad muchas veces lastra la apreciación de su arte en general, y no porque no vayamos a tolerar -por dar un caso central- a homosexuales o travestis, adolescentes descubriendo que son gays o el asomo del incesto entre hermanos, aunque en una exhibición platónica, de un sentir de imposibilidad, éstos dos últimos presentes en el filme que nos aboca ahora, sino porque muchas veces yace fuera de lugar en la exploración de un tema, a menudo vulgariza o pauperiza contextos específicos, o los relega a cierto show, te saca de la auscultación o introducción de otras realidades, de cierta profundización, para hacer ver quizá sí un rasgo distintivo o anhelado de perenne factura, simbolización e identificación social, pero también refleja (otro tipo de) incongruencia, el sobresalto, la distracción y hasta empequeñece un sentido conjunto, su importancia, lo vuelve a un punto costumbrista e irreverente de por sí, y puede que esto no sea para nada extraño en España vista su potente liberalidad, pero si se siente mucho afuera, quizá por una parte por defecto de uno en cierta convencionalidad en cuanto a las formas de la narrativa que esperamos encontrar, no de la falta de apertura recalco. No obstante hay argumentos a sopesar, en que uno quiere ver mayor ecuanimidad con la seriedad de los temas, (sobre todo) coordinación, elegancia y estética. Y puede que esté tirando simplemente una piedra al mar, viendo en el horizonte un ruido zambulléndose, a continuación unas bellas ondas y más nada, la calma, el silencio, o siendo optimista una botella con un mensaje a cualquiera que lo recoja, al mundo; y seguramente es pedir mucho a éstas alturas de un reflejo/labor en el cine español, pedir romper con una esencia (sea ésta o no desfavorable), aunque siempre (cualquiera) habrá que adaptarse, total tiene hasta cierta gracia (por ser condescendiente), como señal de un tipo de cine que a pesar de toda su común imperfección es entretenido, e igual pensemos que podría ser mejor, atenderlo con más delicadeza, o más correlación con sus temas.

Hoy ha pasado justamente esto, el filme que nos compete tiene de costumbrista, pero ha sabido darle a ésta perenne extravagancia sexual del cine ibérico un lugar cuidado, a proporcionarle tino, y exponer dicho lugar común como parte de la historia en sí, sin por ello renunciar a abordarlo con fuerza. Invoca a un grupo musical denominado “Groenlandia”, en donde dos hermanos se quieren tanto que llegan hacia la barrera no solo de la dependencia emocional, la hermana con vida sufre de agorafobia producto de su ausencia (aunque no está determinado por completo), sino que asoma también el amor de pareja, que nos remite al rechazo o a la impotencia por cordura, que se pone en paralelo con el primer descubrimiento afectivo de quien uno es, del hijo de dicha protagonista, de Lupe (Elena Anaya).

Hay además un juego muy interesante en el filme, la superstición o la fantasía reinante amplificada por el sugerente día de los muertos, famosa celebración mexicana, habiendo una fuerte contextualización de éste país latinoamericano con el personaje de la madre y abuela en la actriz de carácter y simpatía Angélica Aragón, de esa ascendencia. Fecha que hace que Diego (Nahuel Pérez Biscayart, que es un contundente fluido complemento, imponiendo muy buena mítica en su soltura, y no es poca cosa que lo consiga siendo mayormente un desconocido/anónimo para el gran público), el cantante y hermano mayor muerto en un accidente de auto que le cerceno los pies (sus botas de punta plateada son como su esencia, símbolo sencillo de la vida y la muerte, como del logro, el optimismo, y lo fallido), regrese como fantasma tal cual le recuerdan sus días mozos musicales con esos distintivos grandes ojos saltones/despiertos, su marcada personalidad y su pasajera pero cautivante pequeña fama de pueblo chico, muy propia de la tocada de garaje, que recoge parte del alma de los 90s en la onda grunge que se puede vislumbrar en otra medida detrás de ese sótano ochentero con discos de vinilo viejos, el estilo discoteque con deslumbrantes luces y humo como en el recurrente videoclip de la banda, y melenas abundantes; o como en la bella y dulce Elena Anaya cubriendo medio rostro en medio de la introversión, el silencioso egocentrismo y el engreimiento. Diego nos revela no solo su rebeldía, su común indiferencia y relajo, típico del rock star, sino su oculto apasionamiento hacia la figura de su hermana, también desde lo sugerido y cuidado (la narrativa formal), teniendo muy en cuenta que tratamos con la idea de la excepción, del tipo especial, que incluye lo raro (hay diversificación al respecto, desde el ente popular e idolatrado, hasta el outsider, el que pelea su lugar; o el antisocial como enfermedad), que viene a la mente con la estructura del cantante de rock, pero desde el uso cotidiano, humano, familiar (disfuncional), social; quehacer que suele buscar el cine español, solo que por costumbre con un trabajo cinematográfico no muy trabajado, demasiado directo, y como vemos no se trata más que de un buen guion, sin exagerar con lo estrambótico, más bien hacer uso de discreto ingenio.

Otro destaque de la obra es el aspecto melómano conjunto de la propuesta que va más allá de alguna referencia concebible en la mente, que no faltaran si uno sabe de grupos y su tendencia a la poética (maldita) de leyenda, habiendo no solo un sentir muy cool en el ambiente, sino en el hacerlo desde lo sumamente íntimo, a todas luce personal, bajo el placer más cercano del que ama simplemente la música. Muy bien tratado con el amigo fanático y guitarrista en la performance de Patrick Criado, quien está creíble y agradable en quien no teme la espontaneidad más inocentemente despreocupada, a lo Kurt Cobain en varios sentidos, y que recuerda a un sucedáneo de esa indisoluble dupla de Diego y Lupe que es el leitmotiv del filme; que de ser los Goya lo hubiera nominado como actor, en el abrigo del verdadero arte, del que no espera nada, viendo que es una revelación aun en su brevedad y sencillez que implica cautivante naturalidad actoral, aunque teniendo en cuenta que todo el reparto interactúa y produce un sobresaliente feedback, brillan virtudes en cada papel, mientras se observa una merecida nominación de su rol en conjunto a Elena Anaya –perdonando algunos balbuceos y escapes en su primera parte, que tienen lógica pero remiten a algo primerizo, aunque evoluciona rápido; aquello está bien y mal, pudo ser más fino-. No se ve a la música como algo harto procesado o portentoso, no implica una maquinaria internacional pero si una devoción y entrega anímica/espiritual más valiosa, tocándose canciones a esa vera como con “Corazón automático”, en toda onda ochentera que da verosimilitud y mucha forma a Groenlandia (todos los nombres se pasan de simples, en su notoria proximidad con el relato y el espectador), siendo un grupo ficticio, que trasciende y se pega a un sentir, como a la historia (que puede que sea fácil de describir en unas pocas líneas pero no deja de ser una pequeña gran obra, sin sobredimensionarla), remitir al cariño, a lo que perdura y nos une, en un entendimiento aunque “incestuoso”, muy complejo por cómo se le maneja, y desde la claridad, que no de lo vulgar, simplista o efectista, y esto habla de una sutilidad, pero a su vez de una franqueza muy encomiable para su directora, Beatriz Sanchís, nominada a los premios Goya a dirección novel.