miércoles, 5 de febrero de 2014

Dallas Buyers Club


Ostenta 6 nominaciones a los Premios Oscar 2014, y dentro dos candidaturas que yacen como las favoritas a mejor actor principal y de reparto, para Matthew McConaughey y Jared Leto respectivamente. Ambas son muy prodigiosas, bastante exigentes, pero me ha impresionado mucho más como resultado interpretativo la de McConaughey, por medio de una consumada expresividad, su tensión y los cambios de ánimo tras el proceso emocional que rigen a su personaje, en la preocupación ante el futuro próximo que desnuda su temple, el que viene de una personalidad fuerte siendo un hombre tradicional del sur americano, con su masculinidad al tope, su natural homofobia y sus prejuicios, que nos describen a un tipo aparentemente simple, que remonta lo que puede verse como un estereotipo y promueve una adaptación, producto de enterarse que ha contraído el VIH y le auguran solo 30 días más de vida. Éste conflicto lo terminará dibujando como una persona inteligente, audaz, emprendedora, decidida a luchar y sobre todo a aprender dadas las circunstancias a ser tolerante con otras realidades y gente que en la normalidad de su entorno rechazaría, los que ahora son afines a él por la enfermedad que produce el sida, y la inminente muerte. Pero que se puede manejar a un punto si uno la trata, prolongar la existencia y la calidad de ella, aun estando a mediados de los 80s cuando las soluciones y las medicinas eran precarias y hasta arcaicas, ya que los médicos de la época dependían de una droga, el AZT, que no era suficiente, y causaba daños colaterales, según nos cuenta ésta biografía. Entonces ante la necesidad de subsistir, Ron Woodroof (Matthew McConaughey) un electricista que vive en el estado de Texas, aficionado al rodeo, soltero, mujeriego, acostumbrado al sexo casual (destaca una escena en el contraste de un coito en medio de un corral de salida de toros y su plaza en pleno uso), a las drogas y al alcohol, se reorganizará, buscará opciones, dando lugar a utilizar y contrabandear medicamentos no permitidos ni disponibles en Estados Unidos, en su llamado Dallas Buyers Club (Club de Compradores de Dallas), atravesando la frontera hacia México o volando en avión a países como Japón o Israel para traer remedios y recursos, que lo harán superar su pronóstico de sobrevivencia.

En el otro lado debo decir que Jared Leto es un actor que me parece mucho mejor de lo que se le tiene, uno al que aprecio mucho desde la maravillosa Réquiem por un sueño (2000), alguien talentoso que hasta la fecha inexplicablemente caía en cierto anonimato e indiferencia, es decir no miraban su alcance como interprete, y que en la presente aplaudo, haciendo de un transexual enfermo de sida, como compañero de trabajo, mano derecha y amigo de Woodroof, con un cuerpo muy delgado y ademanes y amaneramientos idóneos a su rol. No obstante hay momentos actuales en que me decepciona, en que no le creo o me es poca cosa la empatía que se quiere crear con su sufrimiento o cierta marginalidad, observando que tiene rasgos de frialdad que denuncian método. Pero si hay que sopesar y escoger me afirmo en su defensa y colectivo elogio por todo el conjunto presente y me parece que lo reprochable es lo menos. Me cautiva mucho más su sensibilidad y compromiso para transformarse y manejar el papel, creando a un interesante y en cierta medida complejo Rayon para Dallas Buyers Club, que vendría  a vislumbrarse si conjugamos tres de sus anteriores artificios, la homosexualidad de la pareja del conquistador griego en Alejandro Magno (2004), aunque no desde alguien atractivo como se deja ver en la de Oliver Stone, sino más rústico; el impresionante cambio físico de El asesinato de John Lennon (2007), en ella representa a Mark David Chapman, quien mató al legendario Beatle, el que estaba bastante subido de peso; y la versatilidad, el ser difícil de clasificar, de la bastante irregular pero curiosa Las vidas posibles de Mr. Nobody (2009).

Matthew McConaughey sale de la rutina en su caracterización, tanto por personalidad como de emulación que consiguen una unión perfecta, la cubierta realza el fondo y se permite engrandecer la historia que vista bien no es nada del otro mundo, pero la que opera sacando provecho de sus recursos, de su sencillez, siendo más manejo, aun siendo tan importante lo que trata. Tan bien lo hace que parece que hasta implementa gestos a su cualidad de actor. Es muy penetrante y sugerente su trasmisión de cómo se siente, sin caer en esos muchas veces gastados dramatismos que dado el contexto podríamos creer que se exigen, y se debe a que es un tipo rudo, aunque tiene su breve escena de quiebre, de lágrimas, en donde asoma decidirse, que incluye el suicidio, lo que saca a flote toda su esencia en lo estoico de su carácter, y eso hace que la precisión y el detalle cobren tanta prodigalidad en la piel de éste actor. Su cuerpo trabaja al completo, y ayuda mucho haber bajado tanto de peso para consolidar a Ron Woodroof.

El estado de enfermedad de Woodroof yace logrado desde algo básico pero bastante asumible, aparte de la apariencia, con ese zumbido previo a los desmayos, el que hace de recordación inmediata y produce un estado de inestabilidad que es indispensable dada la trama, a la par de la que genera la reacción del gobierno y la policía, ante las pautas de la Agencia de alimentos y medicamentos (Food and Drug Administration, FDA), que se movilizan bajo el control que ejerce la industria farmacéutica americana de su tiempo, a la que se le imputa el mal manejo de los pacientes de sida, producto de intereses económicos y administrativos (esto se desliza por boca del protagonista, tratando de entender las limitaciones y la austeridad de recursos que impone la institución a cargo del permiso de los medicamentos). También se debe a que el director canadiense Jean-Marc Vallée sabe imponer su historia, ya que podría quedar oscurecida por las actuaciones, sin embargo éstas son reciprocas, se retroalimentan, desde una capa de suma amabilidad, en que aflora un conflicto especifico (la ineficacia e insuficiencia médica, la próxima mortalidad a esa vera), habiendo su buena dosis de emotividad, mucho desde Rayon (que tiene sus excepciones como la audaz elipsis en la premonición y conjunción de él y el recinto con las mariposas), viendo un proceso alternativo que se da de forma entretenida, fácil de sobrellevar, pero con visceralidad, y es que no hay abundancia de elementos, no siendo para nada un relato vacío, sino que economiza sus fichas, por lo que nunca redunda, sino explota su centro con solvencia, con una muy buena repartición de los hechos que generan alcances mayores, teniendo un background verídico.

Es notable descubrir que Vallée mejora notablemente su ritmo, a diferencia de La reina Victoria (2009) que era más pesada en el transcurrir de su metraje, aunque queriendo ser simpática y en parte -a pesar de la crítica- lo lograba. Ésta deja ver su estilo, el de saber hiperbolizar las tramas, que mejor dicho se trata de sacarle sustancia, atención y atractivo a algo que tiene un argumento pequeño pero que es intrínsecamente grandilocuente por sus protagonistas o su temática. Mientras, en Café de Flore (2011) ya está en todo apogeo y habilidad su capacidad de narrador, en un rendimiento en buena medida de excepción, de saber contar con mucho ingenio, soltura y creatividad un relato, y aprovechar cada parte de su historia, en la que la estructura demuestra mucho dominio de ésta, armando una figura completa por medio de sus piezas muy bien desplegadas, donde vibra la emoción y la originalidad, cuando esto no es que abunde dado el tema de la reencarnación, en la unión de dos líneas argumentales.  

Si un filme es interesante en su temática y atractivo en lo formal, está muy bien contado, tiene actuaciones solidas que describen bien su contexto, no hace falta más que elogiarle. Sin embargo, no es una historia trabajada en el fondo con demasiada complicación, al final lo que exhibe es poco, escogiendo contar algo personal, íntimo, buscando seguramente una mejor empatía, situarse y conmover como enseñar una mayor y más comprensiva convivencia, reflejando desde algo particular un tiempo y un acontecer colectivo, de ahí su relevancia, que toma forma en su capacidad de fabulación mediante sus retratos. Nos encontramos con una propuesta que atrapa en todo auge, y que tiene capacidad de reflexión desde coordenadas directas que calan primariamente, bajo el constante uso de la intensidad de sus lapsos fáciles pero certeros de confrontación. Véase en el supermercado con el ex compañero homofóbico convertido a enemigo, el bar con los supuestos amigos haciendo mofa de su hombría o los encuentros con homosexuales y su mundo. Junto a ello yace su toque romántico dentro de lo que podemos llamar platónico o amistoso en el papel de la carismática y funcional Jennifer Garner.

Tiene varios lugares comunes pero en parte los alabamos porque funcionan en conjunto, hacen de la película una muy solvente, ágil, sin perder un nivel que merece, sabiendo manejar algo delicado con sagacidad e incluso humildad, aunque recurra a explotarle a veces superficialmente. Y es que se deja ver demasiado bien, que uno se vuelve indulgente, comprensivo, con algunos “fallos”, simplicidades o su condición condescendiente con un público amplio. Igual hay que declarar que no estamos ante una obra muy original, o atrevida, en realidad (donde falta profundidad, y no hablamos de que se vuelva un panfleto, quizá le falta seguridad o mayor compromiso en algunos puntos, no solo hacia lo gay), aunque a pesar de todo está muy bien expuesta desde lo que busca, con su fin plenamente realizado, fuera de congraciarse con la homosexualidad que yace es algo bastante más normal en nuestra convivencia social. No se siente que su sentido sea el de querer trasgredir, o ser muy rebelde fuera de utilizarlo como parte de la trama, aunque sí denunciar algo que suele repetirse. Es la historia de un hombre común, desesperado, de uno que a su vez es muchos, pero que yacen pasivos entregados a su suerte; es una voz representativa de salvación. Él enfrenta una mala o ineficaz gestión estatal, y a lo macro-económico, que muchas veces se desligan del sufrimiento de a pie. También es una virtud, explayarse sobre ello, en tiempos donde estas batallas siguen siendo valiosas, porque generan equilibrios, revisiones (como se lee en el epilogo) y tolerancia.