lunes, 2 de septiembre de 2013

Stories we tell

El documental de Sarah Polley no es un receptáculo de premios, pero por donde va no le faltan los elogios y el entusiasmo alrededor, y a ello me sumo. Stories we tell (2012) es un trabajo que brilla por ser un lugar de diferentes apreciaciones con respecto a quien fue la madre de la directora, llamada Diane, en relación a toda su familia, ya que el mundo parecía girar sobre ella, mucho más estando muerta -que sucedió de cáncer cuando Sarah tenía 11 años- y como la memoria perdona y ennoblece a los difuntos que han sido importantes, bien o mal, para nosotros; y en particular sobre una aventura extra-matrimonial que pone en jaque a sus integrantes, aunque hay mucha indulgencia al respecto, hasta se toma con sentido del humor o muy deportivamente por hijos -algunos medios hermanos- y amigos, como no podía ser tampoco de otra forma porque de no ser así sería más complicado de procesar y de divulgar, empañaría nuestra memoria del ser querido, sería algo que avergonzaría, que afectaría, y la seguridad aflora más bien como la voluntad de documentar la(s) historia(s) en todo alcance, como el arte del documental contemporáneo exige; como también desnudan la personalidad de ésta mujer, que fue actriz y que como todos buscó vivir una vida plena e intensa muy acorde con los sueños que solemos hacernos y que no siempre se cumplen.

Fue una persona que desbordaba alegría, pero a la vez muy sospechosa de ser alguien demasiado libre (aunque algo aprendió de los errores del pasado; hay cierta ambigüedad a su alrededor en todo su retrato, y creemos que con ella presente también la habría), en referencia especial a la infidelidad, por no decir promiscuidad. Y es que enseguida solemos pensar en películas como Los puentes de Madison (1995), en el romanticismo, la aventura, lo idílico, lo hedónico, la autorrealización afectiva (sea cual sea obviando "pormenores molestos”); ponernos en el otro extremo, en ese ente aburrido y “nulo”, secundario (tantas veces incluso visto así por él mismo, como vemos aquí en una humildad y paciencia de mártir, aun pensando que se tiene parte de culpa en la dejadez o en el vacío), el ser que no ha logrado colmarnos como creíamos y esperábamos -en el filme se alega autobiográficamente por la falsa ilusión de una representación teatral- no suele ser a menudo nuestra primera opción, y es ahí que alguien inteligente, perspicaz, digamos que justo y verdaderamente sensible como Sarah Polley acoge una perspectiva discreta, pero lo suficientemente visible en aquella dignidad que le otorga a Michael Polley, dándole la palabra con un manuscrito de su propiedad sobre Diane y sí mismo, que implica la importante decisión de Sarah, que al inicio nos desconcierta, pero pasa a ser muy justificable -y elogiable- para entender el conjunto; a diferencia de lo que cree –y podría haber influido mucho- el productor Harry Gulkin.

La transparencia y revelación del documental no escatima ninguna limitación, es la desnudez total de su eje, Diane; y toda la familia queda dibujada con su honestidad; ya que la directora como bromea Michael Polley rememorando un trabajo cinematográfico de la universidad es un “monstruo”, siendo, en realidad, claro, todo lo contrario para él y para nosotros los espectadores que apreciamos su labor artística y su entrega, como su diafanidad, incluyendo la de los propios participantes que dan su versión de los hechos, que como reza el título en cada uno pasa por su consciencia, su inconsciente, sus recuerdos, sus emociones, sus sentimientos y percepciones; y por qué no, conveniencias, filias y desazones que de ésto último hay poco o nada porque -casi como una regla- le recuerdan con cariño y amor; todos han querido ser y han sido de alguna forma su mundo desde su propio cubículo; entonces se trata de como armamos en nuestra cabeza una imagen y la transmitimos, esas son las historias que contamos; la verdad en sí desde múltiples aristas como la vida misma porque lo absoluto se podría decir que no existe en la tierra.

La versión de Harry Gulkin pasa a ser complementaria, la de la familia pesa más, aun siendo Michael Polley muy comprensivo y de su mano todo el clan, lógicamente en los hijastros aunque pervive contra todo pronóstico ideológico a ese respecto el sentido de cuerpo o grupo en el documental, salvo uno de los hijos que deja ver alguna pequeña recriminación (que peca de obvia aunque poco se diga, o rompa con el equilibrio), que luego alivia con una broma tras notar su seriedad argumentativa porque más que alguna crítica, que no hay, no como orden global, no directamente, sin contar la de esa excepción luego como rectificada, es la revelación pura y llana sin medias tintas; los juicios quedan en segundo plano, es más una historia que nos van narrando y alimentando todos por separado y que proporcionan un universo enriquecido por cada intervención. No tan alejados suponemos de Gulkin, al fin y al cabo, porque Diane no llega a mancharse demasiado (salpica pero no mata), no se le tacha, aunque la vemos en toda esencia y se nos descubre tal cual en la memoria final que llegamos a juntar de todos los implicados, de donde observamos tanto ese imán de personalidad y belleza interior como exterior que albergó, esa rotunda felicidad que atraía y del que uno quería ser participe, aun a los 42 años de edad, pero también olemos desde lejos sus defectos y errores, sus decisiones inmaduras o sus deslealtades y su egocentrismo y sus derivados.

No llega a ser voraz la idiosincrasia del affaire para Michael, no de él hacia afuera, quizá -creemos- porque no lo deja ver, salvo en buena parte en lo implícito fuera de su condescendencia, autocrítica y resignación; y se articula a través de Sarah por medio del buen humor, de la tranquilidad, del entretenimiento, de una narración cautivante que provista de tanta libertad, como la de su propia protagonista, no termina siendo algo vehemente en su juicio, sino subjetivo, mesurado, abierto, aunque bastante completo, y ya cada quien entiende y saca sus conclusiones. No obstante, sin temor a equivocarme, la balanza no es rotunda para nadie aunque se expresan mayormente hacia un lado, y se muestran condescendientes, pero posibilitan la crítica indirectamente; y es que somos seres humanos imperfectos y uno tiende a comprender, aunque valgan verdades, Dios me libre de yacer en esa situación algún día, creo que nadie la merece, sin que se interprete como que uno escupe al cielo.

La forma es a todas luces simpática, como lo son todos los personajes, que eso terminan siendo, y creo que como expresa la frase en latín Veritas vos liberabit (la verdad nos hará libres) eso encuentran -al parecer- todos, paz; ya que Sarah cuenta que en algún momento temió se supiera su recién descubierto secreto familiar, pero como dice no por ella, y como presenciamos lo ha resuelto cabal e ingeniosamente, para seguir adelante, cada uno con sus recuerdos intactos (que eso es indiscutible), aunque seguramente Harry Gulkin haya quedado insatisfecho ya que aspiraba como se percibe a dibujarnos a una Francesca Johnson; y eso qué a quién no le gusta Los puentes de Madison, y la actuación de Meryl Streep.

Una intimidad revelada sin tapujos, que perdurará, además, como marco ideológico de lo que significa cierto concepto de verdad, presentando una pequeña tesis, que define lo que es la historia universal, el relato, el arte mismo, que rompe los límites entre ficción y documental, en una cosmovisión ambiciosa pero a su vez relajada, no académica; lo que cree sólo puede ser una aproximación (y que se intuye por algunos silencios o cambios de perspectivas en un mismo diálogo), pero que ostenta fundamentos e implica un convencimiento, un razonamiento; que le falta una pieza, el descargo, una versión (trascendente en su propia consistencia, en cómo le afectó y lo sobrellevó la protagonista aunque fuera obra suya y tuviera que enfrentarse a su egoísmo), como cree Gulkin, pero que de “afuera” también importa, de repente hasta más, porque demuestra el radio de como ha quedado y trascendido a quienes les repercute; que en sí finalmente no es nada del otro mundo aun siéndolo en su interior familiar que no se lo toman como una tragedia ya pasado el tiempo como en aquella última línea que nos saca una sonrisa, que nos deja un buen trabajo entre manos, porque todo puede ser digno de contarse como estupendamente sirve el filme de ejemplo; la capacidad de cautivar pasa por un juicio subjetivo e Stories we tell aún –o mejor dicho, gracias a esa sazón global- bajo mucha sencillez formal lo logra con su tono, las recreaciones que emulan el archivo casero de lo que parece una trama, las distintas emociones de los entrevistados, suaves ideas de fondo y sus múltiples aristas que tratan de responder inquietudes personales y hasta universales, mediante el mito contrastado y puesto en la palestra para ser conocida la verdad, la figura en el aglomeramiento del recuerdo individual.