domingo, 22 de septiembre de 2013

Post tenebras lux

En el Festival de cine de Cannes del año 2012 se le otorgó el premio de mejor director al mexicano Carlos Reygadas, engrosando la polémica, al darle un veredicto de respaldo, aunque aun no zanjando el asunto de si es una buena película o todo lo contrario (eso lo decidirá el tiempo, aunque ya tiene una partida ganada), habiendo tenido antes abucheos en la sala, de donde los críticos y la prensa presente la catalogaron de despropósito, hasta el día del anuncio en que se llevó el galardón y quedó una fuerte polarización (que más tarde ha apuntado más hacia el desconcierto, y por ende, a privilegiar el demérito).

El autor era avalado únicamente por el jurado, encabezado por Nanni Moretti, que sea dicho de paso, no hay que olvidar, aporta una importante postura. El del jurado es un alegato de la independencia de los eventos, que muy a menudo no concuerdan con las expectativas y los cálculos también subjetivos de las mayorías asistentes (el contrapunto), y se suele presentar el resultado como una eterna sorpresa (un alegato de identidad), pero de eso se trata, un festival busca la innovación y el atrevimiento (justificado), o esa perseguida originalidad y sustancia, dentro del concepto de lo que debe anhelar el arte y eso gira en base a la novedad, creatividad, sentido y calidad de la propuesta.  

Donde me posiciono es más con el jurado, que aunque por costumbre muchos tienden a desmerecerlos olvidan que son simplemente una perspectiva, a la que uno a la distancia siempre accede por curiosidad, y luego juzga con individualidad. Y es que Post Tenebras lux no es tan críptica como muchos creen, aunque brille la dificultad en algunas secuencias.

El sauna y la orgía salen del contexto familiar normal de su trama, pero se puede leer como la simbolización de los “sacrificios” de indecencia que muchos hacen en pos de alguna ventaja o facilidad, parecen alegar a la inserción de la clase social, la privilegiada, que nos recuerda en parte a la crítica de Pier Paolo Pasolini en su mítica película Saló o los 120 días de Sodoma (1975), pero sin la mordacidad o el exceso del cineasta italiano.

El desenfoque y repetición del lente de los bordes en la estética del filme hace hincapié constante a una especie de ambientación onírica, entre la pesadilla y lo diáfano, siempre ambiguo e indefinible maniqueamente, mezclada y conviviente. Y puede ser un antes de (un lugar de pecado, de falla), o una predisposición, como una demonización de un mundo (sumergido en otro), viéndolo como extraño o exógeno a la geografía o particular, como una prueba en la experiencia, una marca y un calvario.

No sabemos a quién pertenece realmente esa visión que se intercomunica entre realidad y fantasía, habiendo distintas aristas en juego, la generalización de la sociedad del privilegio, Juan y Natalia en la historia, o el pueblo en un fuera de campo. Un halo de inocencia y de naturaleza se sumerge en la pantalla con ese rato tan intenso y tan provocador, tan desestabilizador por antonomasia, en donde Reygadas suele yacer, lo sexual como degradación, pero como elemento de una alienación normalizada, un escape en las tinieblas, que más tarde anida la luz del título, un quiebre, una decisión, un fénix que desciende hasta sus cenizas y luego renace, donde el caos, la anarquía, tienen cabida aun con apariencia de ser lo contrario.

Están las dos ambientaciones del cine de Reygadas, la promiscuidad y la violencia (que puede ser pasiva), más palpable en Batalla en el cielo (2005); o el partir del orden, que luego un hombre corrompe y se crea la notoria disyuntiva de seguir –sea para algo bueno o reprochable- o cambiar, como con la pareja en Luz silenciosa (2007); o en Batalla en el cielo el comportamiento que también tiene de esclavitud. Ambos están en mayor o menor medida en toda su obra. Tiene matices más luminosos que otros.

La historia es la reiteración de caer en las garras de ese demonio que entra a hacer su trabajo en nuestra humanidad, mientras parecemos dormidos, no nos percatamos. Luego vienen los arrepentimientos al tomar consciencia (lo que nos falta), como esa decapitación tan grandilocuente y artística, tan atractiva en su efecto visual, muy acorde con la culpa que se ve en los árboles cayendo, un recordatorio de nuestras acciones, la destrucción de un territorio, léase como muchos creen ver, la idiosincrasia con México y el narcotráfico, pero también de un lugar más espiritual y universal, hacernos daño a nosotros mismos; y ese hombre que de forma impresionante se suicida es un cúmulo de maldades por razones equivocadas, que brilla en la torpeza y las malas decisiones, la hipocresía, no creer en el discurso sanador, y la necesidad resuelta con lo fácil, lo delincuencial, robar al patrón destruyendo todo alrededor, incluyendo a su propia familia; siempre estar al tanto del dinero sucio sin importarle las consecuencias porque las siente deslindadas de su persona.

El filme después es una clara historia de contextualización al campo de gente acomodada, en donde se ven conflictos, pero también adaptación y tranquila convivencia. Existe cotidianidad compartida y ya cierto conocimiento mutuo aun habiendo algunas distancias, engaños –el peón que falta y dice tener urgencia con su madre- y maltratos –como a los perros que parecen transportarse al entorno-. Son parte de la complejidad de los seres humanos, tanto criticable en la ignorancia, la proclividad a la criminalidad ante la carencia, o a otro lado el engreimiento y la banalidad de la riqueza. Y hay parecidos en ambos niveles sociales, que aunque es la sociedad mexicana cualquiera puede verse reflejado, la inestabilidad afectiva –y la trascendencia de la familia- o el caer en los placeres y la autodestrucción.

El desenlace en el juego de rugby parece simplemente ser una elección en parte superflua ante lo introducido como parte de la amplitud de habitantes y contextos del espacio retratado, en un obra con reminiscencias a Carl Theodor Dreyer y Terrence Malick, que puede interpretarse como una alegoría de la lucha interna del hombre por lo correcto o lo perjudicable, entre ganar o perder esa partida. Lo de El Siete y su repercusión es un cierre de vitalidad, de renovación, ante lo anterior que ya está presentado y finiquitado.  

El título implica que siempre la oscuridad albergará un nuevo rayo de luz, una nueva oportunidad, que como se entiende en lo visto puede pasar a otros, aunque la vista del presente conjunto sea tan pesimista en su trama, como Juan (Adolfo Jiménez Castro) que lentamente acrecienta sus conflictos, se niega a descubrirlos, los dispersa en su familia, no cura la insatisfacción de Natalia (Nathalia Acevedo), se maneja con un doble discurso, quiere y no hace nada en realidad, sufre una tragedia, degenera en una enfermedad, en cierta tristeza, y luego es solo otra historia más que contar.

Reygadas le pone a su cine un aura lírica y sensorial, alucinógena, como con esa niña caminando, corriendo, libre, extrañada o sonriente en el lodo tras sus monosílabos sobre las vacas y los perros que ladran en medio de una tormenta y la noche que lo llega a cubrir todo, y en ello superpuesta por la cámara una inminente presencia.