miércoles, 11 de septiembre de 2013

El muerto y ser feliz

Ganadora del Fipresci, el premio de la crítica, y Concha de Plata a mejor actor para José Sacristán en el Festival de Cine de San Sebastián 2012, y premio Goya 2013 también para Sacristán. Es una película pequeña que ostenta mucho de autor, pero de aquellos que quieren divertirse más que complicarnos la vida, se divierten con sus audacias y ocurrencias, y quieren trasmitir una onda de entretenimiento y complicidad entre autor y espectador mediante el séptimo arte, jugar con su plasticidad, dejar volar la imaginación, la libertad de una trama que parece rehuirle al encasillamiento definitorio de una narrativa, fluyendo en un aura de espontaneidad, de broma, de relajo, sin mermar esa molestia y dificultad de afrontar la existencia, de ahí que una voz en off haga de camino con esa intención, genere esa sensación, mientras las continuas dosis de morfina o drogas mitigan la tortura y el dolor que vuelve una y otra vez impenitente, en el verse el protagonista a puertas de la muerte por múltiples tumores.

El director Javier Rebollo en su tercera película, tras Lo que sé de Lola (2006) y La mujer sin piano (2009) retoma sus formas, de aquellas que parecen ser historias mínimas ensanchadas, como cuentos cortos que albergan y generan un magma novelesco, pero que son apenas unas líneas de historia, todas con una fuerte carga motivacional en la vida de alguien en especial, algo que nos genera una huida o una persecución, o hasta ambas, que en la presente se intensifica en tener el reloj apremiando la salida; es “robarle” el aliento al mundo, hacerle trampa de alguna forma, si bien la felicidad es una constante en toda realidad. 

En Santos (José Sacristán) es una tragedia intrínseca, muy arduo, ya solo le queda rodar sin más. Todos los protagonistas de las películas de éste director español se mueven, pero éste no tiene a donde ir realmente, es solo no quedarse quieto, no pensar, porque León va tras Lola y Rosa va tras otra vida, aunque tienen en común que todos terminan solo experimentando, para doblegar sus heridas y ausencias. Ésta propuesta tiene una diferencia mayor de sus antecesoras, del repertorio de Rebollo, ya no es ni siquiera una lucha que nos regenera o una intromisión silenciosa que nos subyuga y nos entusiasma venciendo lo anodino, nos repone, es la contundencia de ser un hombre muerto que sigue caminando, un asesino que ya no puede matar, que ha olvidado su primera víctima, y aunque suene descabellado como aquel primer amor, aquel destello de intensidad, con un pasado que aun en lo extraordinario vale casi nada o tan poco, en el peso del mucho kilometraje que se pierde en la niebla de la vejez que quiere comerse hasta nuestro último ánimo. 

Nuestro protagonista ya no tiene forma que lo ampare ni camino por fabricar. Sin embargo, se rehúsa a claudicar, a ser un tipo lacrimógeno, sino es un hombre duro, de temple, pero que alberga sutil sensibilidad (y se respira en su entorno), un criminal sentimental, o un criminal que también es un hombre (aunque es un estado endeble el que lo figura y lo conforma actualmente, y ya no su deleznable trabajo), y no importa que esté en un callejón sin escapatoria ni que ya no tenga nada en sí, le queda el anhelo de sobrevivencia tan intrínseco a todos los seres humanos, el movernos a pesar de todo, y aun así sigue experimentando, riendo, gozando de la clara noción de lo efímero, sin agarrarse ya a nada, como ha sido su vida sea dicho, por lo que no es una nueva lección (teniendo en cuenta que la filmografía de Rebollo plantea búsquedas en otros países al propio). 

Es seguir siendo uno sin importar ninguna limitación, nada nuevo en realidad (la terquedad del eterno viajero, a orillas de su último periplo), porque Santos no pide la lastima de nadie, sino como un viejo aventurero sin rumbo echa a seguir su secreta leyenda, en una road movie que brilla en el detalle de lo intrascendente, que a su vez tiene de tan importante; él yace sin reglas, como acostarse con una desconocida, entablar una relación de compañerismo y necesidad sin ataduras, y rodearse del sueño del idilio seco, del tipo cansado, pero aun dispuesto a vibrar por unos instantes, en la seducción y poder de un clímax (de un estado perfecto de atemporalidad y ausencia espacial, en la ilusión de trascender, sin avanzar), embellecer los pocos minutos que nos quedan, vivir el presente y luego seguir picoteándole a la existencia, de donde sea, porque sí, porque no queda otra, porque así uno es, tiene que ser, porque sufren más los cobardes aunque todos vengamos a padecer sufrimiento como parte del existir, por eso ese helado último es tan importante, más que un ataque de absurdo intempestivo, y es que Rebollo siempre está al filo de la tontería, por querer anhelarse cautivante, original, personal, aunque lo pretenda natural, o quizá es una motivación, y oscila entre serlo y sernos indiferente sin llegar a tacharle del todo, nunca, aun fallando varias veces en generar una esperada reacción con sus formas osadas y coladas un poco a la fuerza, o con rasgos de extravagancia disímil con sus conjuntos más convencionales y fáciles de seguir. Suele ser aun siendo creativo, sencillo, quitando algunas aparentes locuras.

El filme aunque se contextualiza en la muerte, que es una constante que se visualiza mucho y que no permite que la olvidemos, tanto que es como una muletilla cargosa (y está bien en parte ya que el tono de la propuesta nos lo hace olvidar), tanto como esa voz en off de los guionistas, de la dupla inseparable y efectiva de Lola Mayo y Javier Rebollo, es un canto de vida, de un optimismo a toda prueba, aun con tantas decepciones, que yacen en fueras de campo asumidos desde la proximidad de la muerte, tras la enfermedad terminal, y el vacío, la soledad, porque Santos es un ser casi sin biografía, nulo y que seguirá siéndolo en vida por el implacable destino, al que solo podemos hurtarle ratos de gloria pasajera, o quizá mitificarnos como un triunfo y fantasía de último momento.

Santos como dice un diálogo de su consciencia se ve reflejado en Érika (Roxana Blanco) que es una mujer frustrada de y para la familia, el amor, y toda esa solidez estructural que conlleva. Hasta ha sido renga, y se siente como tal que incluso lo finge. Ella quedará como congelada en ese jardín, en esa imagen, aunque notando que es algo que se veía venir, y es la osadía del reto de vivir, lo que como a Santos la hace una persona de piel dura, resistente aunque pequeña. El narrador nos dice que no es la típica chica de las películas, y aunque se dice no ser una tipa tonta, cuando no quiere mostrar la tetas, subyace mucho en una torpeza que se mezcla con la fe y rompe estereotipos, la complejiza sin embrollos. Mientras, la carretera nos libera, nos regala un ensueño. Santos oculta y no deja ver su melancolía, un ser que desde afuera conmueve sin que haga el esfuerzo de revelarnos su interior, es un ente de la superficie, un tipo simple aun siendo particular, es un asesino. Lo golpean en un bar (el tiempo), y teme que lo persigan por no cumplir un encargo al ya haber recibido el dinero del pago, viendo al tipo grande que lo contrató como un recordatorio de su frustración, papel chico aunque mostrándose vistoso, que hace Jorge Jellinek (La vida útil, 2010).

Es una road movie por algunas geografías de Argentina, pero sin volverlo costumbrista, sino muy moderno, aunque albergando alguna curiosidad como la playa que tiene de paraíso y de apocalipsis, la dualidad terrenal existencial (y que es el sentido del filme, como el mismo título anuncia), que además juega con una metáfora, la del perro que no es de raza y se escapa de la finca y se reproduce tercamente cuando quieren eliminarlo, algo así como las malas semillas, el mismo Santos, esos seres humanos destinados a ser outsiders de la sociedad, negados para una felicidad “estable” (y que el relato parece decirnos que como esa abundancia de canes callejeros no molestan a nadie), si eso realmente existe.

Éste filme resulta un goce cinéfilo, una historia entretenida, como un cuento de personajes fantásticos que aunque no lúgubres no ostentan demasiado brillo, que lo aparentan o lo intentan, quitando lo banal que siempre nos seduce, pero que ésta vez se justifica, como con la enfermera, su voluptuosidad, apenas vista pero legible, su sensualidad natural, y su imponente sonrisa, interpretada por Valeria Alonso; y que nos masturbe, es como la representación no solo de la fantasía, dentro de lo común, que exuda la historia, sino el goce del consuelo, una salida inteligente al pesimismo y la tragedia, un refugio, un canto de rebeldía. El muerto y ser feliz es como estar dentro de una novela gráfica de la cotidianidad, quebrada con la huida que siempre representa la latente aventura de la carretera. Aunque está muy lejos de ser una obra de arte, se disfruta sin pretensiones, sin que su simplicidad formal con toques de inventiva y soltura/relajo narrativo nos eche en falta ausencias, mayores conflictos, porque como está construida tiene mucha lógica, siendo las verdaderas batallas silenciosas, la violencia va por dentro, y que mejor que sacarles la vuelta que es ahí donde subyace la gloria.