martes, 27 de agosto de 2013

¡Vivan las Antípodas!

Documentales como este del director ruso Victor Kossakovsky nos remiten a la belleza e introspección de la contemplación, un momento para los sentidos, como se diría del cine que se convierte en el placer de los ojos, pero no solo eso sino nos permite profundizar con libertad en lo que vemos, con apenas unos datos mínimos, siguiendo distintos caminos.

Uno que expresa algunas ideas que parecen solo esbozarse pero que contienen muchas veces complejas interpretaciones, hasta difíciles de definir hacia una única lectura, aunque un paisano argentino con sentido del espectáculo o quizá la ayuda de algún guion eche a volar una ironía y diga que capta una metáfora pero que no importa, que mejor se entiende tal cual, lo que tampoco suena limitado en esta oportunidad porque parece una forma de lectura aceptable del presente filme, ya que su imagen y fotografía preciosista alcanza muy bien a atrapar el interés, no siendo uno necesariamente seguidor de National Geographic, aun explotando simplemente la cotidianidad de la gente de estos lugares opuestos o exhibiendo con normalidad lo más característico de ciertos espacios geográficos, claro que con el plus de ser antípodas, de trazar una línea de relación, que sin embargo resulta tan subyugante, y hasta audaz en algunas tomas, formas, presentaciones y composiciones audiovisuales de postproducción, como cuando vemos despistes de gravedad en un auto volcado de cabeza, hasta que nos vuelve la sensación de pertenencia en el espacio en la aparición sorpresiva de una vaca pasteando, u observamos la aparición de empalmes de montaje entre las grietas del suelo ocasionadas por la lava en Hawái y la piel de un elefante en Botswana, o el ver juntas un par de antípodas con la ayuda del reflejo y diseño en el agua, o a un león encuadrado frontalmente calmando su sed.

Otro camino de expresión, el dominante en el metraje, se mueve en lo sencillo y lo muy diáfano, y es que se trata de un cine muy limpio, ante todo muy transparente, incluso preciso, muy físico, bastante concreto, y aun así -o a razón de ello también- uno tiende a dejar volar su imaginación, las fuertes impresiones que nos encuentran y  al alimón lo abstracto y lo simbólico ante lo esencial.

Este filme se centra en mostrarnos cuatro pares de antípodas, cuando nos dice el autor en unas líneas de introducción que es complicado que coincidan dos puntos de tierra habiendo tanta agua en el planeta, uno en el hemisferio norte y otro en el sur pegados a partir del paralelo del ecuador; en que un territorio especifico  va siempre de cabeza en razón del otro, y para ello Kossakovsky juega con los ángulos, la rotación del territorio a través del juego de la cámara y las posiciones de los lugares desde lo estático de la mirada principal.

Entre Ríos (Argentina) y Shanghái (China). Uno es un espacio rural casi desértico y “silencioso” en donde un puente flotante rústico pero solido es el sustento de unos avispados gauchos modernos, dos hermanos, perdidos en el fin del mundo, quienes ceban mate, se sientan en la puerta de su rancho a contemplar la puesta del sol, conversan –y luego rajan- con los paseantes y los pobladores que cruzan con sus vehículos, o nadan en el río, mientras en el otro polo yace la abundancia y el ruido, la contemporaneidad de la sobrepoblación, el tumulto, el reino de las masas, y también hay un puente, electrónico y ya no artesanal, que permite entrar en un espacio geográfico con varias aristas de pobreza, de lucha, de anonimato; motos, bicicletas y transeúntes, la ciudad, en otro tipo de folclore o reflejo por antonomasia de sus habitantes, aunque también tiene de metrópoli y se alzan los rascacielos y las carreteras de alta velocidad, la ostentación y la buena vida. Dos reflejos, el argentino no tan clásico por el tipo de felicidad que exuda aun en su monotonía y simpleza aunque el ojo avizor percibe siempre matices y alguna novedad cotidiana, pequeños grandes problemas, en donde en general parece reinar la paz. Entre Ríos es el lugar al que más vuelve el autor, y sorprendentemente es el que más reflexiones y comentarios proporciona dentro de la ausencia narrativa o falta de trama que hay en el filme.

Lago Baikal (Rusia) y Patagonia (Chile). Ésta vez son dos lugares no tan disimiles entre sí como con la visualización del hacha respectiva cortando la leña, cuando se encargan de la agricultura o la ganadería o disfrutan de la belleza del paisaje fresco y natural, pero aun así son lógicamente distintos desde sus costumbres, apariencias, panoramas específicos y nacionalidades, véase el coro de adultos que vemos cantar, aunque en esto nos da la sensación de que podrían fácilmente confundirse pero es porque no escuchamos nada histórico de por medio salvo el lenguaje o habría que observar detalles; y además, parecen hablarse al compartir inquietudes. Dice una persona en Baikal que no le gustaría reencarnarse en un gato o un perro, porque cree están propensos al maltrato, mientras en la Patagonia un hombre asusta a sus tantos gatos para que salgan de su casa. Sin embargo, nos da que pensar que no es tan mala la vida de algunos animales domésticos –sin que queramos ser uno, por supuesto- como se lo imagina la campesina rusa de los cabellos rubios, aunque de cierto modo es como la existencia de los hombres, es decir, hay contextos bastante buenos y otros muy malos. Vemos al hombre en Chile que cuida de ellos aunque sin delicadeza. Y al respecto se crea esa diferenciación, con ovejas en pleno trasquilado tratadas con bruteza y en otro momento surge un cóndor sobrevolando, planeando, en la belleza de las montañas. La cámara se detiene a ver toda su majestuosidad, su libertad. Un contraste entre lo que es el mundo para los seres humanos, un posible lugar de dolor, pero también de independencia.

Big Island, Hawai (Estados Unidos) y Kubu (Botswana). Curioso ver que aunque parecen no haber muchas coincidencias de territorio en cuanto a antípodas, cada continente está representado por algún país. Vemos África y como corresponde observamos lo que podría ser un zafarí; elefantes, leones y jirafas muy cerca de la población, específicamente una tienda donde beben y conversan africanos, donde yace la familia, los niños, y las mujeres mayores sencillas pasean por la arena. La esencia de lo salvaje, su convivencia, que si complementamos con el otro extremo (que distinto tiene de espejo), vemos lo indomable, lo impredecible pero también la adaptación, no temer a esa naturaleza, en la zona volcánica de Big Island, y su suelo carbonizado, de cenizas, que nos hace recordar la novela de Cormac McCarthy, La Carretera, en una estética menos bella de la que imaginamos, pero aun así hermosa tal cual, en su violencia y en la falta de armonía de lo que parecen arrugas, que como todo influye la óptica con que se aprecia. El hombre que vemos no le teme al fuego, recorre Big Island con curiosidad y aun en su peligrosidad lo hace con seguridad, tanto que más tarde vemos que con su familia improvisa una cancha de baloncesto. Es la superioridad de la virtud humana, aunque muchos tenderán a decir que la naturaleza tiene la última palabra aun sabiendo que el mundo ha sido transformado desde su origen, y quizá sí, pero mientras, como en todo (nada es eterno en la tierra), el hombre en su ciclo y en su expansión le domina.

Miraflores (España) y Castle Point (Nueva Zelanda). Oceanía yace presente e inmediatamente nos damos con la presencia de una ballena muerta varada en la orilla de una playa, y los neozelandeses  con maquinaria pesada tratan de sacarla de ahí, y nos recuerda la clara utópica lucha humana, uno de sus máximos sueños, vencer el inevitable final. Pero, no solo nos identifica la muerte estando entre antagonistas, sino la vida que subyace revitalizando el mundo, como en esa oruga que se transforma en mariposa en Miraflores, donde se da cabida a lo pequeño, los insectos, las ranas, que como expresan en Entre Ríos, son fuente de conocimiento, tanto como lo grande e imponente, lo arduo en sacar a ese cachalote del lugar, finalmente resuelto al ser cortado en partes, reducido a fragmentos, como los que hemos visto y nos ha proporcionado contextos, aventurarnos en rincones del planeta, diversos y particulares en esa riqueza que nos rodea. En Miraflores a diferencia de los otros lugares no vemos gente, una alusión de lo insondable del universo, de la existencia, y aun así nos hace cavilar constantemente, pero sobre todo apreciando su apabullante hermosura, una celebración de la naturaleza, de la humanidad, de la vida desde lo más ínfimo, desde una hormiga que presenciamos moverse en las rocas con un lente amplificador hasta lo más fantástico en su antípoda, en una especie de realismo mágico en la intromisión de una ballena fuera de su hábitat, la sombra del fin de los tiempos como en la sensación del pueblo ante lo desconocido en Armonías de Werckmeister (2000).

El documental subyace y predomina en la atractiva y cautivante recopilación de diversas realidades pero también invoca nuestra sensibilidad, con todo lo que conforma nuestro entorno, viendo incluso tangencialmente nuestra idiosincrasia como hombres, los anhelos universales (quiero ser agua dice una persona, y cuánto proyecta ese deseo, aun dicho con calma), y las preocupaciones naturales (el día a día en Shanghái, el ajetreo laboral). Un viaje a la contemporaneidad, a la abstracta eternidad, al corazón y el alma de los seres humanos a través de sus múltiples y particulares geografías en que pervive la afinidad y el aporte de sus extremos, en donde los sentidos viven su propia fiesta, cuando el goce impoluto es el bien último que debemos perseguir, y en el filme por un lapso de hora con 40 minutos se consigue, se nos impregna, nos cohabita, nos relaja, nos hace felices (y eso no pelea con hacernos pensar aunque no es frecuente), porque el séptimo arte también lleva esa consigna. Siendo la presente un inteligente y regocijante cine de autor sin conflicto.