domingo, 2 de diciembre de 2012

Holy motors

Ésta película del galo y enfant terrible, con solo cinco películas en su haber en 32 años de labor artística, Leos Carax, es una propuesta de ciencia ficción muy difícil de definir racionalmente. Sin embargo la podemos dividir en nueve cuentos independientes o actuaciones muy entretenidas, plagadas de extravagancia, emotividad y un aire chocante e imprevisible. Es un alarde de creatividad que desde el arranque nos conmina a dejarnos soñar con el séptimo arte por medio del atrevimiento y la auténtica libertad del cine más radical.

El propio director sale en pantalla en el prólogo. Desde su dormitorio cruza una puerta secreta cubierta por un tapiz con el uso de una llave mágica en uno de sus dedos, e ingresa a una vieja sala de exhibición cinematográfica, en ella los espectadores duermen apaciblemente, enseguida poza su mirada en un perro gigante que se adentra por el pasillo, y a continuación se queda mirando el ecran, desde donde empieza la fantasía. Inicia la película.

Somos participes de las transformaciones de un hombre llamado señor Oscar (Denis Lavant) que en el interior de una limosina blanca que le sirve de camerino se apremia a cumplir con su trabajo, recrear nueve carpetas documentadas que remiten a distintos escenarios y papeles, cada uno más variopinto que el otro, intentando cada vez superarse más, ser ingenioso, sorprendernos, y ser completo en un corto espacio. Participamos de un gran teatro real en donde un camaleónico personaje cumple con alguna performance, disfrazándose, maquillándose, adaptándose, y que incluye repetirse, como asesinarse repetidas veces siendo un ser sin identidad más que en su interpretación (el resto está fuera de nuestros ojos como un misterio), emulando en una de sus creaciones un acto circular y libre de la atadura de la muerte (el actor no muere, sigue viviendo en cada nuevo rol). 

Produce el movimiento de computadora de un monstruo en pleno acto sexual o muestra la agilidad de un artista marcial dentro del cine de acción. Llega a descansar a un hogar con simios, como en un colofón inverosímil y fiel a una “locura” encallada en el arte en que el reto es descolocarnos, y en donde no se salva de la referencia ni el chofer de la limosina de Oscar, la actriz Edith Scob que con una máscara remite a Los ojos sin rostro (1960) de George Franju, y en donde los vehículos en conversaciones pueden temer ser desmantelados, porque muchos motores están pasando de moda, como bajo la metáfora del ingenio en donde siempre hay que estar al pie del cañón sino perecemos, quedamos olvidados, y es que el arte está en los ojos del espectador nos dice Carax en alguna paráfrasis.

Tenemos en la presente una creación anterior de Carax que se pudo ver en la cinta ómnibus Tokyo! (2008), el señor mierda, un vagabundo de espectro irlandés, tuerto, incomprensible en el hablar y que se alimenta de flores, que de una sesión fotográfica en un cementerio rapta a una gélida modelo, la actriz americana Eva Mendes, y ella en total docilidad pasa a ser vestida con una burka artesanal mientras él se desnuda y se tiende en su regazo con el miembro erecto. Ésta es la más audaz de las actuaciones, aunque todas tienen algo atractivo y provocativo. Incluso hay canto, como en el musical con la cantante pop australiana Kylie Minogue como Jean, otra actriz de la agencia que es el gran amor de Oscar y con quien en tan solo unos pocos minutos nos mete en un drama romántico que cuenta con un suicidio, en un instante de pura sensibilidad, al igual que en el acto de la decepción con la hija y el dejarla a su libre idiosincrasia, en asumir su personalidad, como también yace emotiva la muerte de un anciano ante un tipo de amor agradecido, mientras hay otro rato de música con acordeonistas que se van incrementando al andar, que no solo es una trama de tristezas y el sentimiento también implica alegría, como en las múltiples capas del cine.

Es un filme rompedor que seguramente puede desagradar pero también enamorar. Definitivamente es polémico. Hay que verlo sin la preocupación de la lógica sino en la irreverencia. El filme es nuestro narrador de historias frente al fuego, el que atrapa la atención, el que no te deja pestañar, el que quiere tu curiosidad, el que puede ser absurdo, pero no causar indiferencia. Éste nos alecciona en esa entrega que vemos en Lavant, ensimismado en cada circunstancia que lleva acabo, el fetiche que puede concebir la magia que despliega Carax, el demiurgo o titiritero comprometido que está siempre tras un siguiente paso, seduciéndonos y atrapándonos en su red imaginativa. De eso va, de convencernos de muchas realidades fantásticas y artísticas, ficciones que envuelven, que se hacen creíbles en el tiempo que duran o que quieren únicamente entretener, y que como notamos son artificiales y se deben al genio humano en constante reto, que salta a la palestra dejando todo en el ruedo, exhausto. Es el homenaje del creador y del actor, de la fusión Lavant-Carax. El resto son motores sagrados, ideas sacrosantas y sus escenificaciones.