domingo, 30 de octubre de 2011

Melancholia

Si El árbol de la vida (2011) de Terrence Malick nos refería al hermoso comienzo del universo desarrollando la existencia en la tierra y el acercamiento a lo espiritual, el danés Lars von Trier nos habla del fin de la humanidad y de la ausencia de todo misticismo. Su mirada es descreída por completo cargando grandes dosis de pesimismo, un ir hacia la nada con estoica resignación.

Dos hermanas presentan la cara emocional de los seres humanos según la interpretación mental de éste cineasta. Una como remite el título yace en el dolor existencial, Justine (Kirsten Dunst, ganadora en el festival de Cannes del premio a mejor actriz por esta película) es autodestructiva y vive perturbada por su propia condición de mártir, siendo una desequilibrada que sufre frente a la desolación que representa el planeta para su persona. En medio de un matrimonio perfecto con un novio afectuoso y comprensivo surge su idiosincrasia que la mueve a tirar todo por la borda. Se acuesta de manera absurda con un joven casi desconocido y sufre un descontrol de cara a la felicidad que rehuye por culpa de sus inseguridades y carencias, de su enajenación que aspira al apocalipsis, la celebración silenciosa y soterradamente macabra del último día de nuestras vidas. Su sufrimiento lo empaña todo hasta engullirla salvajemente.

Claire (Charlotte Gainsbourg) es menos ególatra e individualista aún en su condición engañosa de total probidad ya que posee en su haber feroces sentimientos encontrados hacia Justine a la que ama y odia por igual ya que representa una confrontación de su propia debilidad. Caracteriza una mujer no menos endeble -aunque en otro sentido- que padece ante el horror de lo aparentemente inevitable, las circunstancias del destino, el choque de un astro denominado Melancholia que va a destruir la tierra. Sin embargo contiene una justificación tan fuerte como la de Justine y quizás mucho más valida, quiere que su hijo crezca y tenga un futuro, ese es su único motivo que nace en su estado de progenitora que se desespera viendo que no hay salida a la inminente muerte, porque nada importa más que la continuidad que invoca su vástago, siendo la otra cara de la historia, la que ansia subsistir, la esperanza en su peor momento, el temor a desaparecer aunque se mueve en la trasmutación hacia el indefenso e inocente pequeño.

Trier presenta un ambiente cargado de decepción en el primer capítulo del filme bajo el disfraz de la falsedad que produce las apariencias; ni el dinero, la buena educación o la posición de élite ni las convenciones sociales acallan un fondo ennegrecido y dañado. Gaby (Charlotte Rampling) la envejecida, egoísta y brutal madre que no guarda el rencor que siente de su propio devenir insatisfecho trata de maltratar constantemente a su hija como culpándola de su desventura o vislumbrando su triste desenlace aunque a fuerza de otra ruta. Dexter (John Hurt) el padre mujeriego, indiferente y frívolo que pervive ausente como motor de las desgracias de su esposa y de su prole. La ambigüedad del cariño fraterno. Jack (Stellan Skarsgard) el jefe déspota que ve como a un objeto mercantil a Justine y del que se intuye maltratos aunque adscrito a la hipocresía que entre otras reina en esa noche de fiesta que sirve como punto de quiebre y en parte fundamentan esa locura develada lentamente a medida que pasa el tiempo en aquella casa de campo señorial en la que continuamente el cuñado (Kiefer Sutherland) hace hincapié en que hay que guardar las formas producto de la fastuosidad que debería cumplir con todas nuestras expectativas, sólo que Justine decide hundir el barco y arrojarse al abismo sucumbiendo a la degradación psicológica, a la presión del entorno y de su parentela, en la aniquilación del espíritu, al estar forzada por la malsana convivencia, dejándola en la infranqueable soledad y el hermetismo emotivo, a pesar de que intenta dar algunos gritos de auxilio en ese día decisivo y especial, denotando su falta de compenetración con su pareja que no ayuda porque nunca ha sido parte de su verdad, de esa que mantiene al ser humano distante de las caricias, de la bondad, de la seguridad que pueden fomentar los sueños como en la fotografía de los viñedos.

Una raíz dañada que no puede escoger el camino correcto, semejante a Claire corriendo sin sentido alguno que la saque de la implacable tragedia. La impotencia que se percibe en la segunda parte reducida a pequeños movimientos que solo esperan que la ciencia no se equivoque e igual tampoco a ella se puede recurrir sino en la inmovilidad exceptuando el mínimo recurso de Justine en la dignidad de la aceptación, en la mentira para el sobrino, en las lágrimas de Claire como con la calma de los caballos que anticipan el deceso, o en el suicidio como escape inerme y frío. Eso es lo que nos proporciona Trier: un callejón sin salida, la derrota y la resignación, una obra de arte en la adjudicación de una variante del concepto de melancolía.

Una realización lúgubre aún en su sutileza encallada a una sola familia en alusión a toda la población humana, carente de grandilocuencia visual, mostrándose como una recreación de corte sencillo en la mayor cantidad del largometraje y que aún así guarda bastante complejidad intelectual en desarrollar una suerte de desastre contemporáneo interno y exógeno en notable fusión. Una amenaza observada desde unos alambres que miden el tamaño de la aproximación en un vaivén entre la inesperada salvación o a puertas del unísono fuego del impacto.