miércoles, 28 de septiembre de 2011

Historias de Filadelfia

Cuando pensamos en comedia romántica siempre asumimos que se trata de algo meloso de amplio carácter efímero, pero al ver la historia que nos presenta George Cukor tendremos que repensarnos aquello, en una sofisticación que no hace alarde porque termina siendo amigable con el espectador y que conlleva una complejidad que se ha de agradecer frente a la humildad argumental que reina en las salas de cine. Se da una puesta en escena que desmiente ese lugar común de que el entretenimiento tiene que estar de la mano con la simplicidad.

La trama presenta a la dama de sociedad Tracy Lord, una muy delgada, locuaz y carismática Katharine Hepburn, que divorciada hace dos años de C. K. Dexter Haven, el guapo Cary Grant, está a punto de casarse nuevamente con un hombre muy distinto al anterior, George Kittredge (John Howard), que no solo proviene de otra clase social en ascenso sino que es un tipo mucho más educado, sencillo y dócil, el perfecto caballero aunque carente de la gracia, impulsividad y dinamismo de quien antes poseía el corazón de la pelirroja.

Dexter solía no llenar las expectativas de la que considera despectivamente pero no ausente de pasión -en desconocimiento de la línea entre el rechazo y el amor- como una diosa insensible a la debilidad humana, en éste caso el alcohol, sin embargo muy naturalmente tratará de arreglárselas para hacerla cambiar de idea. El robusto y algo rígido actor no carente de innata simpatía tiene un personaje vivaz, travieso y despreocupado entre manos, un típico burlón con carisma y grandes atributos de seducción, que a diferencia del galán común es más de características pedestres aún en su gravedad de élite, con lo que es más fácil que se gane el aprecio del público, solo que no es el único macho disputándose a la agradable doncella, el otro se trata de un periodista sensacionalista disgustado con ese menester que no puede subsistir únicamente con la carrera de escritor, Macaulay Connor, un jovencito y espigado James Stewart, que con su ironía, intelecto y mala actitud se entromete en el futuro de la novia. Los dos serán los postulantes a robarle el lugar al nuevo pretendiente que está a unas cuantas horas de enlazarse matrimonialmente.

Tanto Dexter como Connor están en una misión pseudo encubierta para llevar la noticia de las nupcias de una importante y adinerada familia de Filadelfia, chantajeada con sacar a la luz las infidelidades del patriarca. Junto con ellos está la fotógrafa Elizabeth Imbrie (Ruth Hussey), que trae a escena la parte divertida con sus comentarios pícaros y audaces, siendo una mujer mucho más moderna y menos diva. Esto último circunda como esencia reprochable en Tracy a razón de prodigarse semejante a una grandeza inalcanzable para su pareja, lo que produce la reflexión del filme buscándose el ser menos exigente, más fácil y feliz que la hará cavilar luego de liberarse un poco de sus propias “limitaciones” en un arranque de locura etílica.

El reparto se hace notar muy bien, la niña avispada siempre en pos de la gracia o el tío relajado que suele pellizcarles el trasero a las señoritas, cuanta frescura se respira por parte de la pequeña que muestra atributos para con la música y la danza. El filme está prodigo de una llaneza que sorprende porque supuestamente estamos presenciando las altas esferas del poder económico. Se aprecia que se rompe el molde, no se defiende la cuna sino a los individuos, en tal medida que las ideologías pasan a segundo plano para buscar una proximidad con los personajes y sus dilemas, tampoco se desproporciona a ninguna persona sino se da un cierto equilibrio en la lógica que puede consentir el relato, se hace gala de defectos como de virtudes, porque Dexter llega a ser pedante, Connor prejuicioso y Kittredge inocente.

Todo eso genera mayor realismo, y provee a la realización de verdaderos seres humanos, con una narración verosímil y más elucubrada, siendo el desenlace misterioso, menos habitual y eso no quiere decir que se perturbe la comprensión de cara a la gran pantalla, porque por más que se den muchos giros hacia cual es el romance conclusivo en el guión, incluso dejando la posibilidad de una obligación con el tranquilo Kittredge, las secuencias se justifican sin mayores reticencias, logrando que uno pueda recrearse con soltura como acostumbra el género aunque anclado a los detalles que con el tiempo han hecho legendarios a los clásicos.

Los parlamentos son demasiado extensos en la voz de Hepburn sobre todo, y hay una cierta parsimonia en la atmósfera, pero no desmerecen para nada el concepto ni el arte que se desprende del filme, porque parece la vista de un teatro con la prioridad que toman las interpretaciones y sus diálogos, ahí yace su firmeza, el sello del pasado que no pierde fuelle ya que su humanidad resulta perenne, y aunque se entiende que está enmarcado en una época sigue conmoviéndonos con total franqueza.